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INTERIOR CON FIGURA, 1868. Adriano Cecioni
Óleo sobre lienzo. 28,5X35,5 cm
Salla della Saffo, Galleria Nazionale d`Arte Moderna, Rome

 

 

   Antes de iniciar un recorrido por el cuadro Interior con figura de Adriano Cecioni e intentar comprender qué vemos y por qué, nos es imprescindible detenernos, aunque sea brevemente, en el momento histórico en que se encontraba sumergida Italia por aquellos entonces. La sacudida revolucionaria que vivirá justifica en gran medida el nacimiento de este arte nuevo con el que nos sorprende Cecioni, un arte nuevo para un nueva Italia resurgida y libre. Igualmente, para poder comprender su estilo pictórico y las motivaciones artística de los macchiaioli, grupo del que Cecioni será su ideólogo, hemos de recordar algunos puntos básicos sobre los construyó su teoría y posterior experimentación.

   Lo que conocemos hoy en día como Italia fue hasta 1871, una amalgama de Estados bajo la dominación de diversas monarquías europeas como la de los Habsburgo o los Borbones. A principios del XIX, y enmarcada dentro del sentir del Romanticismo, Italia se sumergió en un movimiento revolucionario nacionalista conocido como el Risorgimiento. Este proceso liberal burgués culminará en el último tercio de dicho siglo con la proclamación del Reino de Italia, unido territorialmente y gobernado por Víctor Manuel II. Fueron décadas en las que generaciones de italianos lucharon por sacudirse el yugo de las potencias extranjeras, esto creó entre ellos unos lazos y sentimientos que le llevaron a recuperar todo aquello que tenían en común y habían perdido, mirándose en el gran pasado romano, el renacentista, periodos históricos en los Italia había mostrado su grandeza y la había exportado al resto del Europa como modelo a seguir.

    En este contexto de agitación social y política, y de intensa actividad cultural, nacen en Florencia los macchiaioli, un grupo de jóvenes amigos que se encontraban unidos tanto por los mismos intereses artísticos como por el fervor patriótico y revolucionario de ver una Italia libre de la dominación extranjera. Andando este siglo XIX y parte del XX, los nuevos y diversos movimientos artísticos se gestarán al calor de diversos cafés, en el caso de los macchiaioli se trató del Café Michelangiolo, lugar de reunión de estos jóvenes rebeldes que vio nacer los nuevos presupuestos estéticos que desde allí irradiarán al resto de la Península itálica. Es importante situar este movimiento toscano en su marco histórico, ya que en lo artístico también obedece a una necesidad de cambios fundamentales. Proclaman la subversión de la estética decimonónica, es decir, el alejamiento de los presupuestos artísticos tanto del Neoclasicismo como del Romanticismo que aún imperaba en toda Europa y la rebelión contra las férreas normas que imponía la Academia de las Bellas Artes. Para ellos La Academia era sinónimo del arte oficial instaurado por la odiosa tiranía extranjera. Consecuentemente, idearon una estética más naturalista, más verdadera, íntima y sencilla.  A través de una técnica pre-impresionista de pinceladas sueltas y yuxtapuestas la imagen únicamente queda sugerida, sin contornos dibujados precisos, sometida al efecto de todo un conjunto del que depende “su expresión”. Mediante el color y la luz fugitiva se insinúan figuras y ambientes alejados de la anterior realidad pictórica. De igual forma, esta generación de artistas introduce nuevos temas en pequeño formato, sobre todo de la vida cotidiana y doméstica, enmarcando estas nuevas escenas tanto en los interiores -caso de nuestro cuadro- como en el exterior, al aire libre, tal como doce años más tarde harán los impresionistas franceses con quienes culminará este estilo pictórico.

   Los macchiaioli recibieron toda clase de críticas por la osadía de emborronar sus cuadros deliberadamente con “manchas” de pintura, de hecho, el término con el que se los denomina es un neologismo que, con sentido peyorativo, alude precisamente a esta nueva forma de entender la pintura y que ellos exhibieron con orgullo y convirtieron en su manifiesto artístico. El autor de Interior con figura, Adriano Cecioni, fue escultor, caricaturista, pintor y el teórico del grupo, concibiendo la doctrina macchiaiola como “una reacción contra el convencionalismo estético precedente, contra el culto de la forma por la forma…, consistiendo su arte en la búsqueda de representar las impresiones que recibía de la realidad por medio de manchas de colores, de claros y de oscuros… con el fin de establecer principios que pudieran servir de base sólida al desarrollo de un arte enteramente nuevo”.

   Se cree que cuando Cecioni pintó este pequeño óleo se encontraba en Nápoles. La observación en Pompeya de los moldes de los cuerpos petrificados por la lava del Vesubio tras la erupción del 79 d.C. le causó una honda impresión, llevándole a reflexionar sobre cómo la vida puede ser detenida súbitamente por la tragedia. Y, quizás, en esta clave hayamos de apuntalar parte de nuestras pesquisas sobre Interior con figura.

   Paseemos por la habitación que nos propone Cecioni.

   El autor de esta obra nos ofrece la posibilidad de ser testigos de la escena, contemplarla, y de lo primero que nos damos cuenta es que se trata de una imagen congelada en el tiempo -como esos moldes que vio en Pompeya y tanto le impresionaron-, un momento fugaz, algo que está pasando en la habitación en ese preciso instante, la interrupción súbita de un proceso. La cama nos atrapa inmediatamente, sobredimensionada en su tamaño con respecto a los demás muebles y objetos de la habitación, con una colcha, sábanas y almohadones inmaculados, blancos, puros, fríos; esta gran mancha blanca queda aprisionada por una forja oscura que la constriñe y la hace parecer un sudario caricaturizado, inexplicable, quedando las patas como un extraño ser que se dispusiese a patinar sobre el inclinado suelo, en un equilibrio imposible que perturba nuestra racionalidad. Si miramos fijamente patas y suelo casi nos producen vértigo, aún más al abrirse ese cono frío de luz sobre las baldosas, a nuestra izquierda, que por demás nos conduce hasta la niña enlutada e ilumina la escena. Pero dejémosla a ella para el final ya que es nuestra enigmática protagonista. Sigamos observando. Sobre el ángulo izquierdo, a un tercio de altura encontramos una puerta entre abierta y nos preguntamos ¿estaba ya abierta, la niña ha oído pasos y teme que irrumpa en la habitación alguien que la atemoriza y por eso se esconde o es otra la razón? La sombra que proyecta dicha puerta sobre el suelo del pasillo nos hace imposible saber si alguien está tras ella o se aproxima. Debemos observar que la iluminación del corredor parte de un ventanal lateral situado en el mismo, a nuestra izquierda, amplio y luminoso, parejo al de la habitación. Pero, en siendo así, la proyección de la sombra de la puerta abierta de nuestra habitación y del resto de la pared sobre el suelo del pasillo y la puerta cerrada que hay en él no es lógica. Puerta y muro lanzan sombras que se encuentran, y eso es imposible, ambas deberían caminar en la misma dirección a falta de otro foco potente de luz que se encontrase en el lado opuesto. Otro nuevo reto y confusión para nuestra mente. Volvamos dentro. Lo único que podría salvar nuestra inquietud es la porción de papel pintado en un bello azul cobalto, el color con el que solemos representar el cielo y el mar, el color de la quietud; pero el azul es un color frío que sobre los castaños provoca agresividad, desconfianza, alerta. Y, por demás, la pared queda de tal forma iluminada que se nos muestra ondulada. Sobre la mesilla, ésta de una estilización excesiva, un pequeño jarroncito azul de vidrio con flores y varios libros. Sobre la silla de la izquiera descansa un bolso o capazo de tela con greca. La silla vacía que está frente a nosotros y la mesilla nos recuerdan, salvando las distancias, la inclinación del mobiliario que Vicent van Gogh pintase en su cuadro El dormitorio de Arlés veinte años más tarde. Todos estos elementos van creando una atmósfera de misterio y desazón que contribuyen inevitablemente a que nos sigamos haciendo preguntas.

   ¿Y la niña? Está escondida tras la cama y cierra los ojos, su traje negro sobre el amplio fondo blanco de la colcha da a la escena un carácter dramático, inquietante. Tiene la mano derecha apoyada sobre el colchón y con la izquierda sujeta una gran sábana o bulto de lienzo que da la sensación de contener algo en su interior. Sobre una pequeña silla de tijereta descansa un costurero abierto con algunos objetos esparcidos sobre ella que no logramos identificar. ¿Es un costurero realmente o es una caja de la que no conocemos su contenido, un tesoro infantil?  ¿Estaba la niña cosiendo o haciendo cualquier labor, caso que así fuese?, pero, al fin y al cabo ¿por qué ha abandonado su quehacer y tiene esa postura de alerta, de miedo? ¿Ha escuchado pasos que se acercan a través de esa puerta abierta y no quiere ser encontrada? ¿O lo que desea es sustraer a la vista de quien avanza por ese corredor lo que oculta dentro de la gran pieza de lienzo? Podría ser, por qué no, que esconda un nuevo vestido, de colores claros, alegres, que la alejen del rigor de un luto que ningún niño puede comprender, un nuevo traje que la regrese a su mundo infantil. Alguna alerta ha tenido que provocarle el que deje lo que estaba haciendo y se esconda repentinamente tras la cama abrazando ese gran bulto que arrastra junto a ella. La falda de la colcha queda rehundida, bien por la presión de las piernas de la niña contra ella o por el acto de comenzar a empujar el gran envoltorio bajo la cama. No debemos pasar por alto que si la niña lo que está haciendo es coser, esta no es una actividad que se desarrolle en una habitación privada, sino dentro de los espacios domésticos comunes, lo que nos viene a ratificar una vez más el carácter secreto de la actividad que estuviese realizando.

   Cuánto más miramos la escena, más preguntas nos surgen. Se trata de todo un enigma. Sientes casi la necesidad de entrar en la habitación y preguntarle a la niña que qué le pasa, de qué tiene miedo, rescatarla de ese aire frío que inunda la habitación, de esa puerta abierta que no nos deja saber si de un momento a otro va a entrar ese ser amenazante que tiene congelada a la niña, eternizando el momento como si de una película de suspense se tratara. A veces, mirando este cuadro pienso que lo único que le falta es una música que nos contextualice aún más el momento. Le he preguntado a varias personas sobre cuál era su primera impresión al observar esta extraña escena.  Todas se sentían inquietas o les producía algún tipo de turbación independientemente del significado que le otorgasen. Creo personalmente que, independientemente de las preguntas que nos formulemos y que inevitablemente nos surgen, esta una obra abierta a múltiples interpretaciones, y cada una de ellas posee igual validez, sin duda alguna porque serán las sensaciones particulares que cada uno destaque según sus vivencias y experiencia, y esto es precisamente lo que hace que el Arte sea eterno y pueda vivir en personas de toda índole y épocas.

   No podemos finalizar este trabajo sin realizar algunas consideraciones técnicas que le son propias. En este Interior con figura, Cecioni ha condensado toda la experimentación de los macchiaioli y crea un trabajo más personal e íntimo. Para hacernos cómplice de la atmósfera de su escena, utiliza claroscuros muy marcados a través manchas de color fuertemente contrastadas, con gran precisión de detalles: la decoración en rombos del papel pintado de la pared, los flecos y el tejido de la colcha, los roeles del cabecero y piecero de la cama coronados con bolas de latón dorado. La macchia hace que la figura de la niña y todo lo real quede abreviado y que haya de ser contemplado a cierta distancia para poder ser captado e interpretado, de otra forma únicamente contemplaríamos masa y no detalle, aunque la línea no se diluya por completa en el color tal como sucedería en el posterior impresionismo. Con esta obra, al igual que sucede con el resto de su producción y la de los integrantes del grupo de los macchiaioli, Cecioni consigue crear un nuevo arte nacional que vuelve a mostrarse con orgullo al resto del mundo e intenta distanciarse de aquel arte oficial impuesto por el invasor.

   Este cuadro ilustra la portada del libro La habitación de Nona de Cristina Fernández Cubas e inspira uno de sus cuentos. Nosotros en nuestro trabajo de aproximación a la obra hemos optado por traducir el título y referirnos a él como Interior con figura que consideramos más adecuado para el estudio de nuestra obra.

   Concluimos este estudio con una fotografía de Adriano Cecioni. Porque los pinceles los sujetan unas manos bajo las que bailan y unos ojos llenos de ideas nuevas que los dirigen.

Adriano Cecioni

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DE LOS GRANDES CREADORES DEL DANDY Y DEL DANDISMO

   El dandi y el dandismo, como producto de su época, fueron una creación literaria y estética del XIX. Existe un primer grupo de intelectuales que evidencian la vida y el esplendor del dandi, haciéndolo objeto de sus narraciones, consagrando su mito y asentándolo en la mentalidad colectiva. Por otra parte, nos encontramos con el tratamiento ya no del personaje individual sino de la teórica y del ensayo sobre su figura.

    Entre el primer grupo de autores mencionaremos entre otros a Lord Byron con su poema satírico Don Juan con el que escandalizó a la sociedad puritana de su tiempo. Utilizó como vehículo expositivo a un personaje apuesto, altivo y desdeñoso, un arquetipo de la libertad individual y la rebeldía ante los prejuicios sociales. Benjamin Disraeli publicó Coningsby o la nueva generación (1844), novela a la que hemos hecho referencia anteriormente. Su protagonista es un joven dandi burgués, culto, refinado y solicitado por todos, frío en sus pasiones. En Mario el epicúreo (1885) Walter Pater idealiza la vida estética de su protagonista, su culto a la belleza y su búsqueda como ideal en sí mismo. Mencionar también entre ellos a Théophile Gautier con Fortunio (1836), una fantasía oriental cuyo protagonista reúne todas las cualidades de un dandi: belleza, fortuna, carácter impasible, exotismo. El novelista y poeta decadentista Gabriele D’Annunzio en su novela El Inocente (1892) nos narra la historia de Tullio Hermil, un dandi altivo, ex-diplomático y rico terrateniente. Hombre de gustos refinados y carente de moralidad, un cínico que se siente por encima del común de los mortales. El español Antonio de Hoyos en La vejez de Heliogábalos nos cuenta la historia del conde de Medina la Vieja que lleva su vida hasta la disolución física, social, económica y moral. Excluido de la alta sociedad emprende una serie de viajes a la búsqueda de redención, fracasando en el intento su final es la apoteosis trágica del dandi inmolado y autodestruido. La serie de obras literarias es abundante, el Decadentismo vio fructificar el tema y sus autores atraídos por él. La producción literaria posterior no abandonará al personaje bohemio, extravagante, individualista hasta sus últimas consecuencias, al dandi como actitud vital que inevitablemente traspasa décadas y fronteras.

    A continuación, abordaremos a algunos escritores y pensadores que reflexionarán en sus escritos sobre la moral estética del dandi. Jules Barbey d’Aurevilly (1808-1889) escribió un ensayo esencial, El dandismo y George Brummell (1844). En él nos habla de Brummell como la quinta esencia del dandi, trazando su vida y reflexionando sobre la imperturbabilidad de su carácter y la utilización de la ironía como efecto de provocación, postulando con su vida una vida artística difícilmente comprendida por los demás. En este ensayo proclama la originalidad inglesa como fuente del dandismo, creado en la urbe donde el cosmopolitismo posibilita el desarrollo de una nueva apertura espiritual y una sensibilidad diferente en clara oposición con el ideal inglés de la vida en el campo que tanto detesta el dandi.

   Charles Baudeaire (1821-1867) fue el primer “gran teórico” del dandi. En El pintor de la vida moderna (1863) Baudelaire atiende ya no tanto a su aspecto formal sino a su dimensión moral: “La belleza característica del dandi consiste sobre todo en la frialdad que dimana y en la inquebrantable resolución de no conmoverse”. En este ensayo toma como dandi y héroe de la modernidad a Constantin Guys, dibujante y acuarelista de la vida parisina del momento “nuestro singular artista expresa a la vez el gesto y la actitud solemne o grotesca de los seres y su exposición luminosa en el espacio”. El Señor G., sobrenombre que le otorga, “es capaz de encontrar la máxima belleza en la calle, en la muchedumbre, en la confusión de la contemporaneidad. Los ambientes más banales y superficiales, donde la apariencia, la moda y las reuniones en sociedad constituyen el eje que guía los días. El dandi toma el espacio para exponerse y exhibirse ante él, saboteando las sagradas normas con una actitud indolente y subversiva. Provocando en su público/espectador, como en una especie de juego de espejos, la certeza de la decrepitud de su mundo y lo finito de sus existencias.

   Baudelaire asemeja al dandi con el artista de la vida moderna, aquel que funde vida y obra, como harán posteriormente Duchamp, Picabia, Arthur Cravan o Josph Beuys entre otros. El arte como el dandi-artista se convierten en “una belleza de consumo”, en la síntesis de la belleza de la provocación, donde la belleza es un culto, una nueva religión. La belleza de la elegancia, de la pose y la actitud, la belleza de los objetos hermosos de lo que se rodean, la belleza del goce y disfrute de una vida de la que se tiene plena conciencia de su finitud.

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                                Constantin Guys. Dandys et caléche 

   Oscar Wilde (1854-1900) encarnó el malditismo del dandi, la sociedad de su época lo condenó por su pose, sus maneras, su atuendo estético, sus paradojas… Se convirtió en el representante francés del esteticismo inglés de finales del XIX basado en que “el arte existe para beneficio de la exaltación de la belleza” que debe ser elevada y priorizada por encima de la moral, y al que no se le ha de presuponer utilidad alguna. La oposición al utilitarismo y su reacción a la fealdad y el materialismo de la época industrial fueron fundamentos que asentara Kant, quien propuso que las normas estéticas podían ser separadas de la moralidad y la utilidad. En este sentido, el autor simbolista enunció Nosotros podemos perdonar al hombre que hace una cosa útil, mientras no la admire. La única excusa para hacer una cosa inútil es admirara intensamente.

   Oscar Wilde publica en 1890 El retrato de Dorian Gray, la vida del más afamado dandi literario, en capítulos para una revista literaria al mismo tiempo en Nueva York y Londres. En 1891 ve la luz en un volumen con diseño de portada de Charles Ricketts, uno de los mejores ilustradores de la época. En Dorian Gray hay decadentismo, amor por lo artificial, búsqueda del placer. El hedonismo, el culto por la belleza y la juventud se convierten en sus ejes vitales. A través de Gray, Oscar Wilde funde vida y obra del personaje con la suya propia, a modo de autorretrato incuestionable, es el artista que trabaja con su propia obra en una conjunción perfecta entre el pintor Basil Hallward, que crea el retrato de una belleza extraordinaria, y Lord Henry que al hacerle entrega al joven Gray del libro amarillo provoca su envenenamiento y el afán por apurar todos los placeres de la vida. “Todo retrato que se pinta con sentimiento es un retrato del artista, no del modelo. El modelo es simplemente el accidente, la ocasión. No es a él a quien el pintor revela; sobre el lienzo coloreado es el pintor quien se revela a sí mismo” le dice Basil a Lord Henry, tal como así hizo Wilde con esta obra. Como afirmaría su autor es “una historia de amor estético”, donde el lienzo con el retrato es el que cargará con el peso del alma de Gray, sus desmanes y sus crímenes mientras que él permanecerá eternamente joven con un rostro sin corazón.

   Oscar Wilde referencia en esta obra influencias de Ruskin, Walter Pater y del mismo Baudelaire. De Ruskin toma su exaltación de la belleza en oposición con la fealdad del maquinismo aunque éste interpreta la belleza como moral, en lo que disiente Wilde que entiende que el arte debe estar necesiaramente fuera del presupuesto moral acercándose más a Walter Pater quien afirmara que hay vivir el momento con plenitude sin reparos éticos, y de Baudelaire tomará al dandi que se enfrenta contra las convenciones burguesas y su época decadente.

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                                   Caricatura de Wilde. The Wasp, 1882

 

A MODO DE EPÍLOGO

    A lo largo de este estudio hemos entendido al dandi como la figura que dictará las nuevas normas de su época, no desde el intelecto sino desde el cuerpo, en su actitud y forma, en el modo de conducirse en sociedad. Serán los representantes del “cuerpo como mercancía”, como los define Félix de Azúa, una obra de arte sin valor funcional, transformados en un objeto de prestigio y exhibición sin buscar ningún tipo de utilidad, como meros accionismos artísticos. Los podemos intuir como la protohistoria del performance, el dandy como puesta en escena continuada de lo cotidiano, vidas como teatros. Un arte exhibicionista del cuerpo como adorno, donde lo superficial se tornará en el componente más profundo de su esencia. El mismo Wilde sentenciará Todo arte es a la vez superficial y simbólico. El dandi se transformará así mismo en un objeto de arte único, conviritiéndose en un Creador pagano de la nueva Belleza, con una plena autoconsciencia que lo elevará por encima del resto de sus congéneres.

   El dandi permanecerá así enmarcado como un rebelde insumiso ante lo establecido, un héroe problemático sin encaje en el mundo, evadiéndose de la realidad cotidiana que para él no tiene ni sentido ni sustancia alguna, y sobre la que planeará distanciándose con una actitud de indiferencia y apatía que lo arrastrará inevitablemente hacia la marginalidad en una especie de vida novelada, donde su existencia vivida como experiencia estética se convertirá en el hilo conductor. Bebiendo a largos tragos la vida perderá la pasión y el deseo, su propia persona se convirtará en una carga odiosa y aborrecible para él mismo, imposible de soportar y que, como el bello Dorian Gray, se inmolará ante sus propios horrores y su soledad.

 

BIBLIOGRAFÍA DE LAS CUATRO PARTES DE LAS QUE CONSTA ESTE ESTUDIO

  • BALZAC, Honoré. Tratado de la vida elegante. Impedimenta. Madrid 2011
  • BARBEY DE AUREVILLY, Jules. George Brummel e il dandismo. Studio Tesi srl. Perdenone 1994
  • BATHES, Roland. El sistema de la moda y otros escritos. Paidós. Barcelona 2003
  • BAUDELAIRE, Charles. El pintor de la vida moderna. Barcelona 2013
  • BOUTET DE MONVEL, Roger. Beau Brummell and his times. Nabu Press 2009
  • CAMUS, Albert. El hombre rebelde. Alianza Editorial. Madrid 2005
  • FERNÁNDEZ, Diana. Historia del traje. Ponencia en la Politécnica de Madrid 2015
  • GREEN, Robert. El arte de la seducción. Espasa-Calpe. Barcelona 2001
  • PATER, Walter. Mario el epicúreo. Madrid 2006
  • SARTRE, Jean-Paul. Alianza Editorial. Madrid 1994
  • SCHIFFER, Daniel Salvatore. Filosofía del dandismo: una estética del alma y del cuerpo: Kierkegaard, Wilde, Nietzsche, Baudelaire. Nueva Visión. Buenos Aires 2009
  • SURIVAN, Étienne. Diccionario Akal de Estética. Akal. Madrid 2011
  • TÉLLEZ, Freddy. Mitos: Filosofía y práctica. Universidad de Caldas, 2011
  • VILLENA, Luis Antonio. Corsarios de guante amarillo: sobre el dandismo. Madrid 2003
  • AA. La memoria romántica. Servicio de Publicaciones. Universidad de Sevilla
  • AA. La perfumería: Práctica y principios. Acribia. Zaragoza 1996
  • WILDE, Oscar. El retrato de Dorian Gray. Madrid 1990
  • WILLIAM, Jesse. The live of Geoge Brummell. Nabu Press. London 2013

 

  • FEASTER, Felicia. Beau Brummel. Películas clásicas de Turner
  • PIERCE, David. Los rostros olvidados. La historia del cine. Jornadas Internacionales 2007

 

 

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LOS PRIMEROS DANDIS

   George Bryan Brummell (1778-1840) es considerado el primer dandi histórico. Carecía de abolengo nobiliario y merced a la fortuna heredada de su padre pudo estudiar en la elitista escuela inglesa de Eton donde coincidiría con el Príncipe de Gales, futuro Jorge IV, quien le abriría las puertas de la corte londinense, cautivando a los aristócratas de la época con su elegancia. Con estilo y refinado, fue todo un ministro de la moda y del gusto durante la Regencia inglesa. En su particular manual de la elegancia sostenía que la indumentaria perfecta era aquella que no se hacía notar, y en la que cada cosa debía parecer exactamente lo que era. Su corbata de muselina blanca era el símbolo de su amor por la limpieza, en un tiempo en el que la higiene personal apenas si se contemplaba y, él se bañaba varias veces al día. Hay que tener en cuenta que en el siglo XIX las administraciones públicas se volcaron en difundir la higiene para así evitar enfermedades y epidemias, siendo nuestro personaje un avanzado de las modernas ideas higienistas. Brummell solía censurar a todos aquellos que usaban colores histéricos -como él los llamaba-, crítica que sufriría hasta su protector el Príncipe de Gales, muy aficionado a utilizarlos en sus accesorios e indumentaria.

    Su excesiva vanidad, insolencia y altivez le fueron granjeando progresivamente la enemistad de aquellos aristócratas que anteriormente tanto lo admiraban, hasta llegar a perder el favor del mismísimo rey. El absoluto desprecio que sentía por todos ellos, producto de un egocentrismo desmedido, le acabó sustrayendo el aplauso de ese público en el que se circunscribe el triángulo clásico artista-obra-espectador y que daba sentido al dandi. Esfumada toda su fortuna en excesos y ropas, acorralado por los acreedores se vio obligado a huir a Calais, Francia. Del final sórdido de sus días en la más mísera condición ya hemos hecho referencia en la introducción de este estudio.

      Brummel, tanto en vida como tras su fallecimiento, se convirtió el objeto de numerosos retratos y caricaturas como de una gran variedad de publicaciones. Joshua Reynolds, el promotor del “Gran estilo” de la pintura inglesa, lo retrató de niño en 1781. El caricaturista Richard Dighton le dedicó un acuarela de cuya imagen se sirvió Irena Sedlecká en el 2002 para modelar la estatua de Brummel que se encuentra enclavada en la calle Jermyn de Londres. Con anterioridad, en 1985, Roger Finch esculpió su figura en una propuesta abstracta de acero soldado pintado en negro y que se encuentra ubicada en la Universidad de Augusta en el condado de Richmond, Georgia, EE. UU

   brumell                       11               Brummell por Irena Sedlecká                               Brummell por Roger Finch

   

   En la literatura, Brummell fue el objetivo de un conjunto de sátiras que circularían por todo Londres en 1828 bajo el título de Brummelliana y que se volverán a publicar en revistas humorísticas en las siguientes décadas. Balzac, en un conjunto de artículos publicados en 1830 bajo el título de Tratado de la vida elegante, nos dejará una serie de aforismos que atribuye a Brummell tras una entrevista que, supuestamente, mantuvo con él en Colonia. En 1844 aparece su primera biografía titulada Vida de George Brummell, escrita por el capitán inglés Jesse William. El vizconde francés Barbey d’Aurevilly, que se consideraba también un dandi, publicó en el año siguiente su ensayo El dandismo y George Brummell definiendo con más rigor la esencia del dandismo a través del estudio de su figura. Brummell aparece con su propio nombre en la novela histórica Rodney Stone publicada en 1896 por sir Arthur Conan Doyle, donde un personaje llamado Charles Tregellis es el centro de la moda de Londres hasta que es suplantado por Gorges Brummell.

    La vida de nuestro primer dandi también fue dramatizada y llevada a la gran pantalla por los Estudios cinematográficos de la Vitagraph de Nueva York. En 1913 se estrenó el cortometraje mudo de diez minutos Beau Brummell, contando en su reparto con Rex Ingram y Clara Kimball. En 1924 la Warner Bross la rehízo como drama histórico y fue titulado como Beau Brummell, protagonizado por John Barrymore y Mary Astor. Readaptada nuevamente en 1954, dieron vida a sus personajes principales Stewart Granger como Brummell, Elisabeth Taylor como lady Patricia Belham y Peter Ustinov como Jorge IV.

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Finalizaremos nuestra exposición sobre este legendario dandi aportando otras dos imágenes en las que su nombre es utilizado como reclamo publicitario, insinuando el estilo y elegancia que distinguía a sus usuarios. Una de ellas es de 1917, donde la conocida marca Guillette anunciaba maquinillas de afeitar. La otra de la casa Puig, quien creó en la década de los 70 toda una gama de productos para caballeros: colonia, crema de afeitar, loción para después del afeitado, desodorante.

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    Benajmín Disraeli (1804-1881) fue también un dandi, cultivado y de ingenio, un individuo típico producto de la sociedad burguesa. Disraeli no pertenece a los dandis sin oficio y vividores de las rentas. Fue un político conservador y dos veces Primer Ministro del Reino Unido.También escribió novelas inspiradas en su historia personal. La mayoría de ellas devinieron en fracasos, pero una trilogía publicada en la década de 1840 le valió cierta fama literaria: Coningsby, donde la vida enseña a su protagonista a tener fe en el individuo genial; Sybil o las Dos Naciones, que describe la miseria de las clases trabajadoras inglesas; y Tancredo, que recrea los vínculos entre el judaísmo y el cristianismo.

   Disraeli estaba afectado por una gran ambición. Tremendo persuasor, consciente del poder de su oratoria -de tintes dramáticos- y de su seducción, se impuso tanto a sus adversarios políticos como a los propios torys que receaban de él por considerarlo un arribista frío y calculador, imposible de prever, de un autodominio conocido y temido por todos. En uno de sus primeros días como parlamentario se mofaron de él los radicales irlandeses del partido de O’Conell, herido en su orgullo pero con un absoluto aplomo dandi, les espetó:  Ahora voy a sentarme. ¡Pero un día llegará en que ustedes me escuchen!.

   En su juventud fue un dandi extravagante, un bohemio que vestía pantalones de terciopelo verde y chalecos amarillos, lucía encajes en las mangas y se dejaba caer un rizo desmañado sobre la frente. «Una nación es una obra de arte y de tiempo», escribiría, haciendo gala de una de las máximas del dandi “la vida como obra de arte”, la suya fue como político y animal social. De gran sentir religioso, se le conoce el auténtico desprecio que sentía por Darwin y sus ideas sobre la evolución biológica, convirtiéndose en un activo detractor de El origen de las Especies.

   Sobre Disraeli también se realizó una película en 1929. Se trata de un drama autobiográfico que atiende a los obstáculos que se le presentaron para obtener la concesión de los derechos sobre el Canal de Suez y así proteger los intereses del Reino Unido en el comercio de la India. Los protagonistas principales fueron George Arliss -como Disraeli- y Joan Bennett. Nominada en 1930 a tres oscars, George Arliss  recibió el del mejor actor principal.

   Finalizaremos este pequeño, pero significativo muestreo de “los primeros dandis”, con  el francés Alfred Gabriel Grimod (1801-1852), conocido como el conde de Orsay, mecenas, coleccionista y  artista aficionado. Puso de moda el paletó, una especie de levita, aunque más larga y holgada que las usadas sobre el frac. Aquí la nota de modernidad radica en su comodidad y por ser confortable, valor añadido a la estética propia de la prenda. El confort es un ingrediente fundamental de los burgueses del XIX en contraposición con la aristocracia que con la etiqueta y “el deber de ser como se ha de ser” dificultaba enormente su vida. Los bugueses utilizaron su dinero para rodearse de lujo en sus magníficas mansiones pero con la comodidad como condicición indispensable. Como refiere Ernerto Ballesteros en su libro Vida y cultura del siglo XIX : ¿Por Qué? Sencillamente, porque creían que lo más importante en la vida eran ellos mismo… El europeo ha descubierto la intimidad y cree que lo único real es la propia e individual existencia.

   El conde de Orsay fue hijo de un general del Imperio francés y de una baronesa. Fue un dandi distinguido que se conducía con una provocadora naturalidad, y se le consideró modelo de cultura.Impuso un estilo en la vestimenta y un cierto arte de vivir. El artista Gustave Doré, el compositor Berlioz, el político Lamartine o el damaturgo Alfred de Vigny se cuentan entre una serie de personajes destacados del momento que se sintieron profundamente atraídos por su figura. Su residencia londinente en Hyde Park se encontraba llena de jarrones de ámbar que habían pertenecido a la emperatriz Josefina, una gran biblioteca repleta de libros, salones donde en confort -una vez más-, el lujo y la belleza se significaban en los fastuosos espejos que colgaban de las paredes, sofás, otomanas, mesas de esmalte… A una de sus múltiples recepciones fue invitado Disraeli quien quedó inmediatamente seducido por el dueño de la casa. Desde entonces se hizo un asiduo de la tertulias y fiestas de Orsay. El atuendo extravagante del político, colorido, y siempre cargados los bolsillos de doradas cadenas, su facilidad de palabra de una vitalidad desbordante le otorgaron la imediata simpatía y confianza de Grimond. El personaje del conde Alcibíades de Mirabel en la novela de Disraeli Henrietta Temple siguió el modelo de Orsay, a quien le dedicó el libro.

   El conde de Orsay se sintió atraído a lo largo de su vida por la alquimia. En 1830 creó su primer perfume, Etiquette Bleue, para su amante Lady Blessington. Hoy en día se conservan varias anotaciones químicas con fórmulas de varias fragancia femeninas que nos evocan el recuerdo de todas las mujeres a las que amó. Varias décadas después de su fallecimiento la familia de Alfred G. Grimond creará la Compañía Francesa de perfumes d’Orsay, recreando aromas de gran lujo y refinamiento.

   De Orsay, al igual que George Brummell, coronó su vida trágicamente. Debido a las innumerables deudas contraídas en lujos y a la vida ostentosa que llevaba se vio obligado a vender sus obras de arte, porcelanas, los volúmenes de su biblioteca e incluso sus muebles para poder satisfacer a los incontables acreedores que le asediaban. Se marchó a París para pedir ayuda a Luis Bonaparte, de quien había sido fiel partidario y amigo, pero cuando ésta llegó ya había fallecido de una infección espinal.

  ss       226        Disraeli. Galería Nacional de Retratos. Londres       Conde de Orsay. Misma ubicación

Paqui Zurita Corbacho

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SOBRE EL PERIODO CLÁSICO DEL DANDY

     La primera generación de auténticos dandis surge en Inglaterra a principios del siglo XIX de entre las grandes familias de burgueses industriales y banqueros, grupos inmensamente enriquecidos con la Revolución Industrial. El ejército también fecundó las carreras de otros muchos burgueses que amasaron en él tanto fortuna como honores. El dinero les proporcionó “carta de naturaleza” para infiltrarse en la aristocracia, élite inaccesible hasta entonces para quienes no hubiesen nacido en ella, y así aparentar los valores propios de este estamento en su intento de ascender socialmente. En Inglaterra se puede fechar el final de estos primeros dandis sobre 1840, en un marco socio-político más inclusivo   y democrático   donde estas figuras perderían ya su función de prestigio y exhibición. El testigo fue recogido por los gentelmen que presentaban como aquellos un aspecto elegante y cuidado, un porte distinguido y mostraban una exquisita educación, pero ya sin el componente moral y transgresor de aquellos.

   En Francia no podemos entender al dandi sin hacer referencia a lo que supuso la Revolución de 1789 y la difusión de sus ideales de libertad e igualdad.  Félix de Azúa reflexiona sobre el tema y asevera que tras la derrota de Napoleón y con El Congreso de Viena de 1814 el Mundo Antiguo desapareció tras la decapitación -física y simbólica- del rey y de la nobleza. Hasta ese momento se daba un modo de comportamiento y valores que se enterraron a la vez que los estamentos tal como se entendieron hasta ese momento. El dinero, y no ya la sangre, dictarían las reglas. En Francia el dandi es más un bohemio, el artista decadente que procediendo de la burguesía desciende al nivel del proletariado, tal como apuntara Hauser. En este sentido se contrapone claramente al dandi inglés que podría definirse como un intelectual burgués que asciende desde su clase a otra superior.

      Los primeros dandis elaboraron una belleza de lo particular bien diferenciada de esa otra belleza protocolaria del estamento azul. Se sitúan en las antípodas de esa aristocracia caduca que con sus trajes de vivos colores y los rostros maquillados como arlequines sólo podían ya ofrecer sus fabulosos escenarios nobles, sus refinados modales y sus títulos. Se podría decir que el dandi para crear su figura arquetípica tomará la idea del pensamiento burgués que proclamaba lo simple y lo natural frente a lo complejo -aristocrático-, asentando el principio del “arte de pasar notoriamente desapercibido” tal como lo expresara Brummell, En contraposición, la excentricidad y la extravagancia -aunque ésta no como condición sine qua non-, sería una de las notas más característica del dandi francés del XIX.

    La apuesta por el uso del pantalón de paño en vez del calzón de seda, las levitas de frac, los chalecos, la peculiar manera de llevar la corbata anudada o el pañuelo, la sobriedad en el color -blanco y negro de los dandis ingleses-, el llevar los cabellos sin empolvar y cepillados pueden ser calificados como los primeros síntomas del camino hacia la modernidad en el atuendo personal y una clara apuesta por la comodidad. Estos códigos de representación externa nos remiten de nuevo a la mentalidad burguesa y a la búsqueda de una identidad propia que los diferenciara y legitimase como nuevo grupo social. Es en esta realidad donde la forma de vestir adquiere una nueva significación, “una intencionalidad” como viene a llamarse en filosofía, que pone en práctica una representación que llega a los demás más como un modo de ser diferente ya no sólo desde el cuerpo, sino también como una actitud al aparecer en una sociedad transformada en sus estilos de vida y comportamiento.

   El dandi toma el hedonismo como eje de su vida. El culto apasionado por la Belleza y la Juventud se convierten en su fundamento como individuo, fundamento que le llevará a buscar la plenitud en atrapar el instante. Recrea en y con su propia vida la esencia de la Belleza. En el Retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde un personaje cuenta: Y ciertamente la vida era en sí misma para él la primera, la más grande de las artes y, junto a ella, todas las demás artes parecían sólo una preparación. Esta especie de nueva religión estética conduce al dandi a situar la Belleza por encima de la Felicidad, ya que considera a esta última un estado que lleva al individuo a una plenitud estática que se contradeciría con su propia esencia. El dandi necesita culminar su obra bajo la apoteosis necesaria del drama conducida de la mano del Placer: Yo nunca he buscado la felicidad. ¡Qué importa la felicidad! Yo he buscado el placer, sentenciaría Gray. Sobre el amor a la Juventud, una frase de la misma obra nos resume perfectamente su ideario: Usted tiene la juventud más maravillosa, y la juventud es lo único que vale la pena poseer. En el mundo no hay nada, absolutamente nada, más que la juventud. La Juventud se convierte en El Dorado, en aquello que, al fin y al cabo, a lo largo de los siglos tantos hombres han loado y a todos tentado.

   El dandi como sujeto es un individualista, cínico hasta la provocación, deseoso de sorprender, imperturbable ante cualquier adversidad que los acontecimientos les pudiera deparar por muy inesperados que éstos fueran. Un ser que con férrea voluntad se moldeaba a sí mismo hasta conseguir un total autodominio, con la pericia y maestría del más reputado orfebre. Un amante de lo artificial como esencia de lo verdadero, un “neopagano” como lo ha llegado a denominar Luis Antonio de Villena. El artista que trabaja con su propia vida. Balzac dice de él que es incapaz de pensar, pero el verdadero dandi es un hombre cultivado y brillante producto de una rica burguesía que estudiaba en las mejores Academias, y que casi invariablemente realiza grandes viajes por Europa. Este aspecto quizá se ha confundido con que ciertamente sus valores estaban fundamentados en hacer todo aquello que los demás consideraban inútil y por la visión que tenemos de los dandis de principios del XIX para los que su mayor ocupación consistía en vivir de las rentas. La paradoja de la utilidad de lo inútil fecundará gran parte del pensamiento y las artes posteriores y, fundamente, a lo largo de todo el siglo XX y del actual. El valor que de esta ósmosis se deriva y de “lo útil” como única capacidad de producir ganancias o beneficios, redundará en el concepto peyorativo que de esta estética decadentista nos ha llegado hasta nuestros días y viene siendo revisada desde la posmodernidad.

   Esta rara avis es un urbanita, la ciudad y sus calles componen su marco natural, donde ver y ser vistos. La ópera, los teatros, los restaurantes, los Salones de Arte, clubes, las Ferias de Muestras y Exposiciones son los escaparates públicos donde ellos despliegan todo su brillo social y su artificio calculado. Son los ambientes en donde están cuajándose las primeras élites burguesas y sus gustos. Londres y París fueron las capitales europeas que cobijaron a esos personajes, ciudades donde el progreso comenzaba a ser expresado mediante la mecanización, donde la ciudad industrial se funde con la civilización urbana creando nuevas imágenes. El dandismo fue exportado como estética y sistema de valores individuales al resto de las sociedades europeas, sobre todo a partir de finales del siglo XIX y principios del XX, en unas sociedades convulsionadas por las diferentes revoluciones burguesas.

   En el grabado que mostramos a continuación vemos al ingeniero británico George Stephenson, agachado junto a sus novísimos inventos -la locomotora y la línea férrea- y al hombre de la derecha que se nos muestran vestidos con pantalón, levita, etc. en sintonía con la nueva moda burguesa, moda que introdujeron como venimos diciendo estos primeros dandis ingleses. Una magnífica imagen en la que se compendian los avances y novedades del siglo XIX. Por un lado, este ingenio a vapor que revolucionaría el transporte de personas y mercancías, y por otro la flamante moda urbana que se ajustaba plenamente a las necesidades del hombre de industria y comercio de la época. La diligencia al fondo, transporte que quedaría en desuso tras la progresiva construcción de líneas de ferrocarriles por todo el continente europeo y americano, nos ofrece una foto fija de una sociedad que comienza a ver modificado tanto su hábitat urbano como el de los transeúntes que por él circulaban.

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George Stephenson y su locomotora. Grabado de comienzos del siglo XIX

Paqui Zurita Corbacho

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«El dandi sólo existe cuando hay ojos, los suyos u otros, para mirarlo» 

Jules Barbey d’Aurevilly

 

   Londres primero y posteriormente París fueron los escenarios que contemplaron a estos primeros artistas de la vida moderna que fundirían vida y obra en una síntesis perfecta. Durante este siglo, la burguesía decimonónica y el capital resquebrajaron las viejas estructuras absolutistas y aristocráticas, donde los estamentos hubieron de ceder el paso a las nacientes clases sociales. La Revolución Industrial y las diferentes revoluciones liberales, iniciadas en 1789 con la francesa, dieron lugar a una nueva organización económica, social y cultural. Este marco nos es esencial para comprender el contexto que posibilitó el surgimiento de esta singular figura.

¿QUIÉN ES EL DANDI?

   El dandi es un urbanita que surgen a fines del siglo XVIII durante la Era de la Regencia inglesa con proyección en la Francia post-revolucionaria y que tiene su propia extensión en siglo XX asentándose como un mito de la modernidad.  En este contexto, entendemos al dandi como un sujeto esteta que se enfrenta abierta y radicalmente a los valores dominantes de su época sin importarle en modo alguno las consecuencias que de ello se deriven. Es un individuo que se proyecta a sí mismo como un “objeto artístico” creado por él mismo para su propia complacencia, auto-exhibiéndose como “mercancía” en los ambientes más refinados de la alta sociedad: salones, casinos, restaurantes, teatros, calles. Un ser individualista, víctima a su vez de la ociosidad y del tedio, de un aburrimiento complaciente que cataliza en el disfrute de una provocadora vida sin límite. Esta singular y dramática figura es el resultado del choque entre la decadente aristocracia decimonónica y el nacimiento de una burguesía tremendamente enriquecida que materializaría una nueva forma de entender y organizar el mundo.

   Podemos señalar que el dandi en términos absolutos, no pertenece a la esfera aristocrática ni al mundo burgués. Baudelaire, en el ensayo titulado El pintor de la vida moderna, afirma que el dandi posee un cierta nobleza o aristocracia, pero no es la nobleza de la sangre. Sus maneras no se circunscriben a las de un grupo determinado sino a las de un individuo que en sus modales, educación y aspecto se conduce como un aristócrata, trasgrediendo la moda y los modos, se excluye de la sociedad de su tiempo convirtiéndose así en maldito. En el ámbito privado se rodea siempre de objetos exóticos de lujo -la mayoría de ellos fueron grandes coleccionistas de arte-, en un mundo en el que los artículos de consumo causaron verdadero furor merced a su producción industrializada y a la expansión del comercio internacional que los derivó con gran facilidad desde las colonias hacia sus poderosas metrópolis. Recordemos, por ejemplo, el japonismo que fascinó tanto a los artistas del XIX -especialmente influenciando a los impresionistas- como a los nuevos burgueses que llenaron sus refinadas estancias con todo tipo de objetos exóticos y estampas provenientes del país nipón.

    También Baudelaire describe de la siguiente forma al dandi: un hombre que otorga especial importancia a su apariencia física, de lenguaje refinado y aficiones de ocio, y que persigue con la aparente indiferencia el culto a su individualidad .

     El primer dandi histórico a “tiempo completo”, como ha sido definido por varios autores, es George Bryan Brummell (1778-1840), conocido como el Beau Brummell.  Dictó las normas de la elegancia durante la Regencia inglesa, proclamando allí donde fuese que el traje masculino, sus detalles y el estilo al llevarlos era su verdadera religión. Fiel a su personalísimo modus vivendi, representó su propia vida como una gran escenificación teatral, creada ex professo y que marcaría tendencias en sus sucesores.

   A estos primeros aristócratas del estilo no se les conoció profesión alguna que los sustentaran económicamente. Sus fortunas, que dilapidaban inclusive más allá de haberlas agotado, provenían de herencias, prestamistas, juegos de azar, amigos pudientes e inclusive de su propia prostitución. La mayoría de ellos tuvieron un triste destino y muchos murieron pobres de solemnidad, endeudados y asediados por los prestamistas. Según recogió la poetisa inglesa Edith Sitwell en su libro ingleses excéntricos, el mismo Brummell acabó interpretando su último   papel exiliado en el vacío de una buhardilla de Caen en la que murió completamente arruinado y enloquecido por la sífilis, pidiendo que le anunciasen la llegada de los más ilustres nobles de Inglaterra a su imaginaria mansión.

LOS PRECURSORES DEL DANDISMO. MACARONIS Y MUSCADINS

   Los macaronis surgen en la Inglaterra del siglo XVIII. Marcaron desde un punto de vista formal las pautas de una nueva moda original y atrevida, sumando al aspecto exterior que les era inherente, una vida frívola y ociosa, dedicada a los juegos de azar y el coqueteo. El primer macaroni conocido es el galés Richard Nash (1674-1761). Fue maestro de ceremonias en Bath, la elegante ciudad balneario que era frecuentada por la realeza y la aristocracia.  El Beau Nash transformó este lugar de descanso y sociabilización en uno de los epicentros de la moda georgiana. Nash e mostraba con una larga peluca negra, en vez de la blanca habitual de la época, tocado con sombrero de castor adornado extravagantemente, casaca bordada y chaleco a medio cerrar que dejaba ver los volantes de su camisa, toda una osadía y provocación para ese tiempo. Adornaba sus zapatos y eliminó de ellos las largas punteras por incómodas y vulgares e hizo bordar sus medias. Nash también destacó por integran socialmente a los aristócratas y a los ricos burgueses que acudían al balneario, rompiendo así las rígidas barreras del estamento nobiliario. Este proto-dandi murió con la reputación hecha añicos, endeudado y socorrido en su pobreza por los amigos.

 

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      Richard Nash en la mesa de juego

 

      Los macaronis que sucedieron a Nash fueron miembros de la nobleza o bien jóvenes adinerados. Fundaron en 1770 en Londres el Macaroni Club. Vestían estrafalaria y lujosamente.  Se distinguían por sus exageradas pelucas, los diminutos sombreros y sus escarpines tachonados de diamantes. De modales afectados y femeninos, su ambigüedad sexual les granjeó las burlas y desprecio de los “bien pensantes” del momento.  La Oxford Magazine de 1770, escribió sobre ellos Es una especie de animal, ni hombre ni mujer, una cosa de género neutro, que últimamente ha estado entre nosotros. Se llama macaroni. Habla sin sentido, sonríe sin ser cordial, come sin apetito, cabalga sin ejercicio, y corteja muchachas sin pasión.

   El macaroni, como todo buen joven de clase alta, realizaba el Grand Tour por Europa, fundamentalmente por Italia, en busca de nuevas experiencias vitales y como complemento a una cultura y educación que debían exhibir en los Salones y tertulias tan de moda en la época. Tal vez también, como declarara el economista y filósofo Adam Smith, por la misma precariedad que ofrecía ya la enseñanza universitaria.

 

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Ilustración de la época que muestra la sorpresa
de un padre al encontrarse con su hijo

 

  Los muscadins, contemporáneos de la Francia revolucionaria de 1789, son considerados por muchos historiadores como los precursores de los dandis junto a los macaroni. Estos muscadins surgen en Lyon. Son los hijos de los burgueses enriquecidos con el comercio y la especulación. Tomaron como signo de distinción una estética recargada, y exhibían modales afectados y artificiosos. Abusaban de los perfumes caros, el musc y noix de muscade -almízcle y nuez moscada-  de donde se cree que procede su nombre. Su rebeldía fue el fruto del sentimiento común de una juventud perdida y sustraída por los rigores de la Revolución. Este grupo fue relevado pronto en su estética y sentir político por los Incroyables, quienes se dejaron largas melenas, usaban pañuelos con múltiples lazos en invierno e inmensas corbatas en verano.

   José Emilio Burucúa en su libro Historia y ambivalencia: ensayos sobre arte, refiere una crítica a estos personajes, sucesores de los petits-maîtres: “acabaron con el culto de Marat, lograron que el cadáver del Amigo de Pueblo fuera retirado del Panteón, y por un tiempo, reemplazaron la Marsellesa por un himno propio el Despertar del pueblo”.

   De estos dos breves apuntes sobre los mascaronis y los muscadins se deduce un aspecto común entre ambos y otro que los diferencia sustancialmente. Tanto unos como otros participaron de una estética atildada, diferente, afeminada y provocativa como reacción a la moda estandarizada de su momento, además de hacer gala de un sentimiento común de indiferencia ante la opinión adversa que provocaban. Como elemento diferenciador podríamos señalar que entre los mascaronis no subyace interés alguno por el hecho político, en contraste con los muscadins que sí se implicaron activa y en ocasiones hasta violentamente en su contemporaneidad política lanzando encendidas isoflamas contra los jacobinos y los sans-culottes. Usaban sus bastones como armas en las refriegas, refiriéndose a ellos como su “poder ejecutivo”, aunque en la mayoría de los casos eran ellos los perdedores en las reyertas. Estos episodios fueron recreados en imágenes como la que a continuación mostramos.

 

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Refriega a bastonazos entre muscadins y sans-culottes

 

    A diferencia, los mascaronis y los muscadins, sí hicieron gala de la pertenencia a un grupo.  Tampoco éstos llegaron a sublimar sus vidas como obras de arte tal como hicieran los dandis, quienes la entendieron como una estética del cuerpo y del alma, un proyecto al que dedicar toda su hacienda y su tiempo.

 

PAQUI ZURITA CORBACHO

 

 

Los halcones de la noche

 

Nighthawks

Edward Hopper, 1942

Óleo sobre lienzo. 72,2 x 174 cm.

Instituto de Arte de Chicago, Estados Unidos

 

   La escena que nos presenta Hopper nos perturba e inquieta. Es una especie de ventana indiscreta abierta ante nuestros ojos. Se trata de un diner,uno de esos restaurantes prefabricados con amplias cristaleras y los típicos asientos circulares anclados al suelo. Para su localización el pintor estadounidense se inspiró en el Distrito histórico de Greenwich Village, bastión de la cultura artística y bohemia del lado oeste de Manhattan, y donde se inició el movimiento de liberación gay en 1969. Es de noche. La intensa iluminación del local se proyecta como un espectro sobre el acerado de la solitaria calle y la fachada del único edificio que nos muestra al otro lado, del que alcanzamos a ver una caja registradora tras el vacío escaparate de la tienda. El resplandor de las luces del interior del bar nos permite ver un anuncio de los puros norteamericanos  Phillies coronando la fachada.

   En el interior, sólo cuatro personas: tres clientes y un camarero que viste de blanco y se afana tras la barra, tal vez preparando una copa o fregando platos. Las dos figuras masculinas visten con trajes oscuros de chaqueta, según la moda de la época, y cubren sus cabezas con sombreros. La mujer lleva suéter carmesí y el pelo rubio suelto cayendo sobre su espalda. Uno de esos hombres está sentado, de espaldas a nosotros, cabizbajo, parece ensimismado, como el único ser de una tierra no habitada en una sempiterna espera. Frente a él, en el otro lado de la barra triangular del bar, hay una pareja, aparentemente también sentada. No se miran, parecen pensativos, alejados de un mundo donde el silencio ahoga sus voces ante dos tazas de café. El casi imperceptible gesto de sus manos, tan próximas, los delata, pero no hablan entre ellos. Él fuma, ella tiene algo en su mano derecha: un pretexto para detener su mirada. ¿Habla con ellos el camarero? Son los “halcones de la noche”: los solitarios de la gran ciudad donde, a primera vista, la soledad parece imposible, pero es real. Eso es lo aterrador, es la imagen de unos seres humanos que habitan un mundo en el que nada tienen que decir, nada que compartir. Son personas que salen al anochecer buscando compañía, un auxilio que no encuentran aunque estén acompañados. Fríos, como la luz que los inunda. Solos, como lo está la calle a la que tal vez no se atreven a salir. Es el espejo al que nos enfrenta Hopper, en el que nos obliga a mirarnos más allá de nuestra cómoda y segura apariencia, aquella que mostramos para esconder ante los ojos ajenos nuestra verdadera identidad y fragilidad.

   Son personajes que sufren de manifiesta soledad, perdidos en la ciudad, en espacios que dan una impresión de tristeza total. Las luces brillan en el interior del bar pero no en ellos. Es la imagen de los habitantes de la gran metrópoli, ensimismados en sus propias pensamientos o simplemente vacíos, hastiados de una realidad que ha dejado de ser humana, que ha pulverizado todo sentimiento, simplemente porque no tienen cabida en esa selva de asfalto. No lo saben. Deambulan perdidos sin querer preguntarse el porqué sus pasos los conducen ante una copa y un cigarrillo, buscando la compañía de seres solitarios como ellos, que acodados sobre la barra de cualquier local, posan sus miradas ensimismadas ante cualquier objeto que les sirva de excusa para no enfrentar sus rostros y miserias cotidianas. El miedo los paraliza, les convierte en muñecos de cera o meros maniquíes expuestos en un escaparate de amplias cristaleras. Las luces del diner, que se proyectan sobre la calle solitaria, potencian aún más tan desoladora escena. Hopper crea una intemporalidad, un vaciado del tiempo, la escena se congela, todo es silencio alrededor.

Hopper no cuenta la noche sino la sensación que produce la noche, esto último está más cerca de la realidad, lo primero es una copia. Aquí radica el precepto que acompaña la pintura de Hopper, que estaba interesado en las formas y materiales de las calles de la ciudad y edificios de piedra, ladrillo, asfalto, acero y cristal y el efecto de la luz que incide sobre ellos. La luz era la más potente y personal de los medios expresivos de Hopper. Él la utiliza como un elemento activo en sus pinturas, define las horas del día, establece un estado de ánimo y crear un drama pictórico mediante el contraste con las zonas de sombra y la oscuridad.

Hopper nos muestra al americano medio, aquel que no es rico ni pobre, libre ni esclavo, con sus anhelos y pesadillas, hombres y mujeres que perfilaron una clase media en transición desde un capitalismo productivo al de consumo. Un hombre medio apático, sin atributos, anestesiado. Los personajes que pueblan los cuadros de Hopper son antihéroes, escasos de originalidad, seres atribulados y grises que perdieron la batalla de conquistar sus propios sueños en pos de una estrecha realidad de bajos vuelos,  criaturas que deambulan perdidos en laberintos infinitos sin conocer jamás el motivo de su tormento. Edward Hopper ambienta sus pinturas en hoteles anónimos, solitarios, donde hombres y mujeres de paso, se preguntan por el sentido de sus existencias, con la mirada opaca, el cuerpo abatido; transeúntes que recorren calles con luces de neón, oficinas, restaurantes de mala muerte, perdidos. Protagonistas del sueño americano, aquel de las promesas del éxito esquivo, cuyas esperanzas de ser alguien se deshoja entre la incertidumbre y la mediocridad en un recorrido tan interminable como estéril. Se trata de individuos que dependen de la opinión de aquellos que los dirigen, buscando su aprobación, ansiosos e inseguros. Son los que la televisión los distrae, al igual que la innovación tecnológica con su panoplia de artefactos desechables. Viven en lugares donde transcurren sus vidas en la incertidumbre, en vez de la seguridad, bajo el modelo capitalista que anuló la seguridad en el trabajo, donde al regresar a casa teme que ésta pueda haber sido tomada. Es la clase media que rehúye preguntarse qué hay más allá, donde la diversión doblega la lucidez, la que piensa en términos privados en vez de públicos, aquella que tiene una coartada cuando suena la hora del coraje cívico. Hopper que retrata todo ello es como el alma de un periodista, es como un apóstata de las convenciones. Hopper nunca intentó “reproducir” el ambiente norteamericano: “Siempre he querido expresarme a mí mismo”, comentó en varias ocasiones. Piensa que la peculiaridad del arte americano está –o debería estar- en el pintor y en su pincel, nunca en la agenda de un secretario de cultura, ni en un programa de reactivación económica.

A lo largo de su vida depuró su trazo pero nunca abandonó el estilo figurativo. Algunos motivos son recurrentes: las ventanas, las escaleras, las cortinas –por lo general en movimiento-, los faros, los túneles, los postes telegráficos, los puentes y los umbrales. “Es muy difícil pintar a la vez un interior y un exterior”, repetía este artista. A Hopper no le interesa el movimiento sino la pausa. Siempre nos presenta el escenario donde el hecho ocurrió o está por ocurrir. Lo que quiere expresar siempre va más allá de la imagen. Prefiere los momentos de aislamiento, de intimidad, de vacío sensorial. Ante todo nos acerca “un mundo de cosas frías y rígidos encuentros entre maniquíes vivientes”, como dijo Enrique Lihn en uno de sus poemas. “Nunca pude pintar lo que me había propuesto”, reconoció Hopper en su vejez. Tal vez sea eso lo que nos atrae de sus pinturas: la frustración, la posibilidad truncada, lo que no pudo ser.

Las pinturas de Edward Hopper, las fotos de Robert Frank y otros, capturan estas escenas. Arthur Miller en su Muerte de un viajante, como pocos, desentraña el talante emocional de esta gente de paso, son los Willy Loman de la vida, con sus sueños rotos, Hopper los conoce bien y por eso los elige para pintarlos. La obra de Hopperinspiró e influyó sobre la cinematografía. Títulos, entre otros, como Dinero caído del cielo (Herbert Ross, 1981),  Scarface (Howard Hawks, 1932), Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960), Terciopelo azul (David Lynch, 1986), Nubes pasajeras (Aki Kaurismäki, 1996), o Mi vida sin mí (Isabel Coixet, 2002). Directores de cine como Sam Mendes en Camino a la perdición, 2002, o Ridley Scott.

De la misma forma,el cuadro que aquí proponemos,  ha sido motivo de inspiración para poetas como el alemán Wolf Wondratscheck, dramaturgos como Douglas Steinberg, músicos como Tom Waits, escultores como George Segal y pintores como Gottfried Helnwein quien llegó a calcar el cuadro “Nighthawks”, “Noctámbulos” en su versión castellana, sustituyendo únicamente el rostro de los cuatro anónimos personajes de Hopper por los de Elvis Presley, James Dean, Humphrey Bogart y Marilyn Monroe.

Nadie que mire este cuadro con detalle puede quedarse impasible ante lo que ve en él, en su claustrofóbica sencillez. Con tan pocos elementos visuales, Hopper ha creado uno de los más desgarradores alegatos hechos en la pintura moderna sobre el tema de la soledad del hombre contemporáneo.

Mañana o pasado mañana, sentados ante la barra de un bar cualquiera, escondiendo nuestra soledad y miserias cotidianas no confesadas, frente a una copa, podríamos recordar el comienzo del poema de Wondratschek inspirado en esta obra:

 

It is night and the city is deserted.

The lucky ones are at home,

or more likely there are none left

Autora: Paqui Zurita Corbacho.

 

Katsushika Hokusai (1760-1849)

La gran ola de Kanagawa

El grabado japonés más conocido en Occidente es con toda probabilidad  La gran ola de Kanagawa de Katsushika Hokusai, se trata de uno de los ejemplos más destacados de la estampación de paisajes Ukiyo-e (pinturas del mundo flotante) del periodo Edo (1615-1868).  En este sentido, el historiador Richard Lane concluye: «En efecto, si hay un trabajo que hizo famoso el nombre de Hokusai, tanto en Japón como en el extranjero, fue esta monumental impresión, dejando un impacto duradero en el mundo del arte». La gran ola de Kanagawa  pertenece a una serie de cuarenta y seis xilografías (grabados en madera) que realizó el pintor japonés con el monte Fuji visto desde diferentes ángulos y conocida como 36 vistas del monte Fuji.

En esta dinámica e impactante imagen la gran ola domina la composición, está a punto de embestir bruscamente contra las tres desvalidas barcazas (oshiokuri-bune) en las que los ocho tripulantes de cada una de ellas se afanan para evitar el inminente vuelco. Se trata de un instante dramático en el que se impone el poder de la naturaleza sobre la pequeñez del hombre y su fragilidad. La cresta de espuma de esta ola piramidal se cuelga en el espacio como si se tratase de garras o fauces de monstruos, dispuestas a devorar a los marineros ante la imperturbable serenidad del Monte Fuji, cubierto de nieve, que se erige majestuoso en el horizonte entre el sereno hueco que forma la gran ola. El cielo amenaza tormenta, dotando de una imagen más agobiante si cabe a la escena. Si nos detenemos algo más ante La gran ola, podremos comprobar que Hokusai  estampó otra secundaria de menor tamaño en un primer plano y que tiene el mismo perfil que el Monte desde la Estación de Fuji, por tanto, Hokusai dibujó dos montes Fuji en este grabado.

Nos encontramos ante la realización de una actividad cotidiana, la faena de la pesca del atún a principios de primavera,  avalada esta idea tanto por la primera línea de nieves del Fuji como por el número de tripulantes que ocupan las barcazas. Para las tareas habituales de la pesca en este tipo de naves sólo eran necesarios cuatro pescadores, el hecho de que abordo se encuentren  ocho remeros nos da idea de la necesidad de ganar velocidad para llegar rápidamente al mercado de Edo donde los ricos comerciantes pagaban por estos primeros y codiciados atunes de primavera el equivalente a la mitad del sueldo de una persona normal. Pero fijándonos en la dirección de las barcas parece que se dirigen a casa volviendo del mercado de Tokyo. La imagen, por tanto, debería aparecer al revés, con las barcas navegando de izquierda a derecha, pero la visión hubiese resultado menos dramática para el espectador japonés que lee de derecha a izquierda, resultando más impactante la imagen tal como finalmente la concibió el artista con la ola de derecha a izquierda. Tal vez fuese este el motivo por el que Hokusai quiso mostrar a los marineros volviendo a casa entre la tormenta.

La seducción de esta estampa se debe fundamentalmente a su pulcritud y  perfección técnica, valores tan asociados popularmente a la mentalidad del pueblo japonés. Una pulcritud que se advierte especialmente en el tratamiento de la línea del dibujo, y una perfección que se materializa en la técnica del estampado del color. El tratamiento de la línea marca la composición, define  los contornos y establece el ritmo y la cadencia de la escena, potenciando en ella una expresividad dramática e impactante. El otro aspecto formal inconfundible es el color de tonos luminosos, planos y sin mezcla alguna que le otorgan  una enorme vitalidad y fuerza, mientras la combinación perfecta de blanco y azul le otorga a la imagen una armonía precisa. Los motivos principales se encuentran bien delineados con firme trazo negro. Las líneas curvas de la ola se compensan con las rectas de la barca, la furia del mar con la quietud inmutable del Monte Fuji o con la experiencia de los pescadores. El redescubierto pigmento azul de Prusia, que llegó a Japón a través de China, contrasta con su opuesto el anaranjado del cielo. Hokusai consiguió recrear el vitalismo y la fuerza del mar en el arte. Hoy en día lo podríamos considerar como un fotograma, la imagen de una ola detenida en el tiempo antes de romper, es la idea de congelar el tiempo, un adelanto en la manera de ver el mundo.

Estamos ante una imagen de destrucción inminente, donde las fuerzas del Ying y el Yang se hacen patentes. El Ying representado por la violencia de la Naturaleza y el movimiento de la ola, equilibrado con el Yang de la quietud del Fuji al cuál se le atribuían leyendas relacionadas con la inmortalidad. Hokusai materializa la ola en un ser vivo y poderoso, como perfecta simbología de lo que significan las fuerzas de la naturaleza para el sintoísmo japonés, religión original japonesa que incluye la adoración de los kami o espíritus del mundo natural. Las creencias budista del autor en las que se relacionan hombre-Naturaleza-Dios favorecen la idea de que los remeros no estuviesen luchando contra la ola sino discurriendo por el río de la vida. Así, este paisaje sería entendido como un estado del alma, ya que para la mentalidad japonesa, la naturaleza forma parte de nosotros mismos, la esencia  También podría expresar la obsesión de Hokusai sobre la vida y la muerte ¿Quería sugerir quizá Hokusai con esta imagen de destrucción que la “vida del mundo flotante” era efímera? ¿Que siempre hay un peligro acechando?

Manet compró una imagen del «mundo flotante» y la colgó en su estudio, la utilizó como fondo cuando realizó el Retrato de Émile Zola (1868).  Zola declaró que los artistas del «mundo flotante» fueron los primeros impresionistas y los más perfectos. Tal fue el entusiasmo por lo japonés que se acuñó un nuevo término para esta moda “el japonismo”. La influencia de estos grabados en madera llegó a todas partes, desde los personajes y escenas de Toulouse-Lautrec hasta los temas más íntimos de Mary Cassatt. ¿Quizá Gustave Courbet habría podido ver  La gran ola de Kanagawa cuando en 1871 pintó su obra La Ola?  Van Gogh tenía una estampa cuando pintó “sus olas” en 1887, en tal sentido escribió a su hermano Theo: “como tú dices las olas son garras y los barcos están atrapados en ellas, puedes sentirlo”. Pronto La gran ola empezó a difundirse ampliamente, y no solo entre los pintores, Claude Debussy trabajó con esta imagen en su estudio y le rindió homenaje al componer en 1905 su obra La Mer. En la Segunda Guerra Mundial sus detalles fueron utilizados por el gobierno japonés en la confección de un póster que ensalzaba el valor del trabajo. En los años 60 una generación de jóvenes artistas se sintió entusiasmado por las imágenes de la cultura popular, los antiguos grabados japoneses, muy  numerosos, baratos, bien ejecutados con una gran economía de medios. Lichtenstein (1923-1997), pintor estadounidense de arte pop, retomó la idea de la obra de Hokusai y reinterpretó su visión. También en Japón el arte popular tuvo un regreso triunfal a través del póster. Tadanori Yokoo (1936), diseñador gráfico japonés, utilizó La gran ola combinándola con otros iconos contemporáneos como el tren bala. Ejemplo de la trascendencia de este grabado en nuestros días es que la marca de ropa QuickSilver la utiliza como logotipo.

La obra original realizada por el artista no existe. De La gran ola de Kanagawa  podemos encontrar diversas versiones en distintos museos, Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, Museo Victoria Alberto de Londres, Museo Británico, etc.

Para hacer las estampaciones Ukiyo-e se empleaban troqueles de madera, la que más se utilizaba era de cerezo, suficientemente blanda para tallarla y bastante dura para conservar la estampación en buenas condiciones después de muchas impresiones. El papel hosho, liso, blanco y relativamente barato, recomendado para la xilografía en color, era sacado de la corteza de la morera. Los artesanos japoneses ponían tinta directamente en el troquel vaciado previamente  con el perfil del dibujo a grabar y colocaban encima el papel boca abajo, finalmente la impresión se conseguía frotando encima del papel, con una muñequilla con un movimiento circular o de zigzag. La producción de estos trabajos se llevaba a cabo con la colaboración de un dibujante, un tallista y un impresor, a los que se añadía un editor que coordinaba y supervisaba la labor de los otros tres. Pero era siempre el artesano que creaba el dibujo el que ponía su nombre en la impresión final.

Enlaces de interés:

36 vistas del monte Fuji 

Obra completa de Katsushika Hokusai

Colección de grabados Ukiyo-e

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Hashiguchi Goyo (1880 – 1921)

Beauty Applying Powder, 1920

 

   Sin duda, nos encontramos ante un magnífico retrato de Hashiguchi Goyo. Esta obra maestra es uno de los trabajos más importantes del arte japonés del siglo XX, un claro y devoto homenaje a las creaciones del gran Utamaro (1789-1801), uno de los representantes más destacados del movimiento Ukiyo-e que dominó el arte japonés de mediados del siglo XVIII y principios del XIX.

   En este grabado Goyo ha logrado capturar el encanto inocente de esta belleza joven en un momento privado, aplicando el polvo a su cuello y hombros mediante un pequeño cepillo, en una pose sumamente elegante y delicada. La composición es perfecta y rinde homenaje al punto de vista tradicional utilizado desde el inicio del ukiyo-e al representar a la modelo frontalmente en un ¾, donde el rostro ocupa por entero el centro del grabado.

   Su ejecución es excelente, de ello nos habla unos colores muy bien seleccionados, exquisitos y aterciopelados, contrastados; la sobreimpresión metálica en oro de la caja decorada del espejo y el anillo de su mano derecha; la mica brillante blanca aplicada sobre el fondo y que se opone deliberadamente al retrato, que no distrae nuestra atención con paisaje alguno o elementos decorativos del interior de la habitación donde se encuentra la joven; las flores del estampado del borde del kimono que se derraman sobre su piel resbalando por su hombro izquierdo desnudo, ofreciéndonos todo un mundo de sensualidad femenina sugerido bajo la seda; los delicados toques de luz rosáceos sobre la piel, que adivinamos suave y delicada, para sugerir volumen; y la  gradación del color en la bata estampada, lo que se llama Kanoko, puntos de color leonado, uno de los motivos más populares del período Edo.

   Se trata de la imagen erotizada de una joven mujer durante sus momentos privados, basado en una sensualidad explícita y directa, tratado desde un punto de vista íntimo y relajado. Nos encontramos ante un retrato realista, una representación no simbólica o idealizada, ni inmaterial, su verdadera modelo tenía el rostro tal cual vemos en la impresión.

   En el diseño del retrato vemos que no se trata de un simple homenaje a Utamaro donde Goyo absorbe todo el estudio académico del maestro del ukiyo-e, sino que desarrolla ese conocimiento construyendo un diseño propio y modificado para reflejar su propia visión artística y de la cultura moderna japonesa en la que vivía. Realizado con colores planos y con un dibujo muy expresivo, donde la belleza adquiere una dimensión inusitada. Goyo, al igual que sus contemporáneos, quedó fuertemente influenciado por los estilos europeos de la pintura, en particular por los retratos femeninos de Degas y Renoir, sus poses y los tonos de los impresionistas franceses. El resultado fue impresionante.

   Hashiguchi Goyo creó sólo 14 copias durante su corta vida, realizando su primera impresión en 1915, a la edad de treinta y cinco, titulada “En la bañera” o Yuami , una obra maestra, y el último poco antes de su muerte en 1921, con tan solo cuarenta y un años. Estas impresiones se encuentran entre las más caras estampas japonesas modernas que un coleccionista pueda adquirir. De no haber sido por su prematura muerte podría haberse convertido en el principal artista japonés del siglo XX.

   En Japón se conoce como ukiyo-e la estampación, inicialmente en blanco y negro, de grabados a todo color a partir del S. XVIII realizados mediante xilografía, técnica de grabado en madera, que se remonta posiblemente al periodo Edo (1615-1868). Así mismo ukiyo es un vocablo zen que significa transitoriedad de la vida. Esta  “pintura de un mundo indefinido” cambió su significado a lo largo del siglo XVII para indicar  “el mundo despreocupado” de la vida ciudadana, con sus placeres pasajeros:

   “Vivir sólo el presente, poniendo toda la atención en disfrutar de la luna, el sol, la flor del cerezo y las hojas de arce, cantando melodías, bebiendo vino, divagando, sin preocuparnos de nada de la pobreza que nos mira fijamente cara a cara, evitando toda preocupación, como una calabaza que flota en el río dejándose llevar por la corriente”.

   El siglo XVII fue una época de mecenazgo en Japón, dándose impulso tanto a la literatura, el teatro Kabuki, la pintura y, particularmente, el ukiyo-e. Es la época en la que se comienza a experimentar con el color y los temas, siendo éstos directamente tomados de los barrios de placer del Edo (actual Tokio).  En todo caso, el rasgo característico de las nuevas estampas son las escenas de género que artesanos, mercaderes y toda suerte de personajes urbanos, buscaban con fines “relajantes”. No siendo casual que su surgimiento se diese en las casas de placer de Edo, siendo en sus inicios un arte menor vinculado a las clases sociales que frecuentaban dichos ambientes.

   Utamaro fue el primer grabador en retratar mujeres desnudas cuyas modelos eran tanto las cortesanas de Yoshiwara (barrios más popular y animado de la época) como las mujeres públicas de los barrios de placer que ejercían sin permiso oficial o cualquier otro tipo de mujer sencilla, lo fundamental eran captar la belleza ideal que se oculta tras el ser corpóreo.

   El retrato de esta joven aplicándose los polvos cosméticos de Hashiguchi Goyo, pertenece al género artístico conocido como Bijin-ga, término que  se utiliza para definir los retratos idealizados de mujeres japonesas. Este género no existe en occidente. Estas obras no son pinturas sino Ukiyo-e. La mayoría de los artistas ukiyo-e produjeron obras Bijin-ga, siendo éste uno de los temas centrales del género. Sin embargo, solo unos pocos, incluyendo a Utamaro, Harunobu Suzuki, Shinsui Ito, Toyohara Chikanobu y Kiyonaga Torii, son considerados como los más grandes innovadores y maestros de este género artístico japonés.

 

http://cuadernoderetazos.wordpress.com/2011/06/18/

Caspar Friederich

«El caminante sobre mar de nubes» (1818)

Caspar David Friedrich (1774-1840)

Óleo sobre tela (74.8 cm. x 94.8 cm.)

                                                                                                                                                Kunsthalle de Hamburgo (Alemania)

   Friedrich  concibió aquí la naturaleza infinita, triste, opresiva, solitaria y silenciosa. El hombre, representado de espaldas, inmóvil y extasiado, se pierde en una paisaje místico, en el que la idea de Dios está  presente en la magnitud de este escenario natural y  el encuentro de la tierra con el cielo, la ausencia total de ruidos y el carácter efímero que parece dar a la existencia. Su paisajismo no real, sino líricamente imaginado y soñado, se basa, paradójicamente, en el conocimiento minucioso de la naturaleza y de sus fenómenos. La obra de Friedrich es visionaria y muy bien podría relacionársela con el presurrealismo.

    Desde el punto de vista artístico es posible considerar al Romanticismo como una actitud espiritual, un estado de ánimo y una manera de sentir, como diría Baudelaire. Nacido en el seno mismo de la tendencia clasicista, con la que contrariamente convive y pugna,  el Romanticismo impone el movimiento de la curva frente a la recta neoclásica, lo pictórico a lo lineal, la agitación del alma y hasta la contradicción al equilibrio espiritual y la moderación, el individuo en lucha constante contra sí mismo, la sociedad y la adversidad demoniaca  al héroe semidivino mítico de origen clásico.

      Se ha singularizado al Romanticismo por la búsqueda de lo medieval frente a la cultura grecorromana. Las épocas más desconocidas o las más heroicas despertaron la atención del hombre romántico. Ya desde el siglo XVII y ,sobre todo, durante la segunda mitad de la centuria de las luces, el arte medieval y ,de una forma especial, el gótico por su reconocida vinculación con los países del norte de Europa había importado a las personas cultas. Sin embargo, a partir del último tercio del dieciocho se prestigia eruditamente. Así, las formas góticas eran comparadas con las ramas de los árboles y se las relacionaba de este modo con la naturaleza en un momento durante el cual se aviva  el interés por el paisaje. El gótico parecía sensación y libertad creativa frente al racionalismo dogmático del sistema clásico, estimulaba la sensibilidad romántica constituyendo un vínculo con Dios.

   Las artes figurativas vivieron, sobre todo en Alemania e Inglaterra, un resurgimiento del paisaje, género que hasta entonces había sido frecuentemente desdeñado y considerado como secundario. Suele tener a la figura humana como centro y una intención moralizante. Pero lo que realmente se trataba de expresar por medio de estos paisajes eran los sentimientos y pensamientos personales. Todo ello determinó que se le diera preferencia a determinados temas, aquéllos donde parecía manifestarse un movimiento desencadenado por la naturaleza: cascadas, incendios, tormentas, mares embravecidos, abismos, crepúsculos, soledad, silencio, etc. La interpretación dada por los pintores de la naturaleza resulta muy diversa. Así, en base a un sistema representativo naturalista, unos aportaron a sus cuadros un carácter simbólico y hasta visionario, a veces místico (Friedrich), a veces dramático y dinámico en el que se advierte cierto preimpresionismo (Turner), y otros realista y sereno (Constable).

   De igual forma, en el paisajismo romántico la Historia se halla también presente por medio de las representaciones de escenarios, sobre todo medievales. El colorido parece desbordar al dibujo y el movimiento físico y psíquico se impone a la quietud y a la serenidad. Se retorna a los principios compositivos barrocos, adquiriendo auge el sentido naturalista, realismo formal necesario para reflejar mejor los estados anímicos, lo excepcional y hasta lo horroroso. Se presta más atención a las emociones que a la función didáctica. Frente al individuo o individuos concretos que protagonizan la gesta, el pueblo anónimo, la muchedumbre son los considerados y la desgracia, el hecho trágico y patético, el desastre se equiparó al glorioso en tanto en cuanto tiene capacidad para emocionar, surgiendo ahora el concepto nacionalista de la historia y su consiguiente reflejo en el arte.

   También durante la primera mitad del siglo XIX se puso de moda la representación del tema exótico, oriental y pintoresco en la pintura europea. Es la época de los viajes por efecto de las mejoras experimentadas en los medios de transporte y del espíritu aventurero del Romanticismo. Delacroix, tras su viaje a Marruecos en 1832, introdujo así el asunto en su obra. En España Fortuny, corresponsal de la guerra hispano-marroquí en 1860, inició su serie de temas exóticos seducido por la luz norteafricana.

   Los artistas visionarios, en plena época de la razón, transformaron la realidad traspasando los límites racionales para llegar a la plasmación de la visión, de lo fantástico y lo onírico tanto en sus cuadros como, sobre todo, en sus grabados. . Sus principales obras fueron hechas en las décadas críticas de finales del siglo XVIII y principios del XIX, durante las cuales el Neoclasicismo parece mezclarse y hasta confundirse con el Romanticismo. Artistas como el inglés Blake, el suizo residente en Inglaterra Füssli y el español Goya se encuentran entre los  más representativos que se opusieron a la normativa clásica y a su concepción de belleza universal y única al ofrecer un nuevo espectáculo en sus obras, basado en la fantasía, lo sensible, la diversidad de la realidad y, a veces, hasta en la representación de lo feo, lo horrible y la pesadilla, elementos que  entremezclan las formas realistas y las fantásticas, con significados simbólicos y de interpretación muchas veces ambigua.

“Bailar en la cuerda floja” (1910), Kees van Dongen (1877-1968)

   Cuando la funambulista realizaba su número circense desplazándose con pies cadenciosos sobre la fina cuerda a la que parecía acariciar con las suelas de sus zapatillas de baile, pensó que si había algo que le procuraba una exagerada sensación de seguridad, de certidumbre, de profundísima familiaridad era precisamente el hecho de encontrarse en la cuerda floja.
http://www.foroxerbar.com/viewtopic.php?f=53&t=11680

   Una mujer sentada

  Madelaine Lemarie

Madeleine Lemaire (1845-1928), francesa. Pintora de escenas costumbristas, naturalezas muertas y flores, dentro de un estilo académico. Trabajó tanto el óleo, el pastel como la acuarela. Ilustró libros como “Los placeres y los días”, de Proust. Alumna de Charles Chaplin, pintó en forma sutil y delicada. Fue una especialista en cuadros de flores, en especial, de rosas. Las tertulias en su casa le dieron gran fama y contacto con los principales intelectuales y artistas de su tiempo.

Dentro de las actividades del año dual España-Rusia 2011 se presentó en San Petersburgo el pasado 25 de febrero “El Prado en el Hermitage”, exposición que mostró un conjunto de 66 pinturas representativas de las escuelas española, italiana y flamenca que permitieron admirar la importancia histórica y artística de la colección del museo español. Este proyecto y diálogo entre museos culmina con la exposición en Madrid “Tesoros del Hermitage” (8 de noviembre de 2011 – 26 de marzo de 2012). El museo peterburgués, buque insignia de las pinacotecas rusas, desembarca en El Prado con casi 180 obras maestras que han salido por primera vez de San Petersburgo y podrán contemplarse de forma excepcional todos los días de la semana, ocupando todas las salas de exposiciones temporales de su ampliación. “La generosidad ha sido desbordante” explica Miguel Zugaza, director del Museo del Prado y aclara que la organización “no ha sido nada fácil”, aunque la exposición supone “un verdadero travelling por la historia del arte”.

El Hermitage, impulsado por el coleccionismo del zar Pedro I y de la zarina Catalina la Grande, es uno de los museos más grandes, y espectaculares, del mundo. La historia del Hermitage se inicia con Pedro el Grande, cuando adquirió varias obras de arte, entre las que se encontraban David despidiéndose de Jonatan, de Rembrandt y La Venus de Táurida. Se considera que el museo nació oficialmente en 1764, cuando un comerciante berlinés envió 225 cuadros a Catalina II en pago de unas deudas. Al recibirlos, Catalina quiso que su galería no fuera superada por las colecciones de otros monarcas y comenzó a comprar casi todo lo que se vendía en subastas europeas. El Palacio de Invierno, que pasó a formar parte del museo en el años 1922, fue durante dos siglos la residencia principal de los zares. Hoy en día, El Hermitage ocupa cinco edificios unidos: el Palacio de Invierno, el Teatro de Hermitage, el Hermitage Pequeño, el Hermitage Viejo y el Nuevo Hermitage. Sus colecciones abarcan piezas arqueológicas de Egipto, un viaje por las culturas siberianas, escultura neoclásica, hasta obras maestras post-impresionistas de Matisse o Picasso. Según aclaran desde el Museo del Prado, “es una de las pocas instituciones mundiales que puede ofrecer un contenido verdaderamente enciclopédico”.

Los retratos de los emperadores, Pedro I, Catalina II y Nicolás I; y los cuadros de las espléndidas vistas de interiores del palacio y sus al rededores serán los encargados de recibir al visitante al inicio de la exposición. Esta visión palaciega de los orígenes del Hermitage se completará además con una selección de muebles y trajes de corte en otra sala de la muestra.

“Este pequeño Hermitage” muestra una colección de orfebrería griega, donde destacan las piezas de “el oro de los escitas”, pueblos nómadas que viajaban a través de la estepa siberiana. Una de las joyas más significativas es el maravilloso Peine con escena de batalla, que data del siglo IV a.C. Otra de las piezas singulares es el Vaso de flores en cristal de roca, oro y diamantes del joyero de la familia real, Carl Fabergé (1846-1920).

Esta fascinante exposición también abarca un importante número de obras maestras de la pintura, la escultura y el dibujo. Como el San Sebastián de Tiziano, el Tañedor de laúd de Caravaggio– única pintura del artista milanés que atesora el museo ruso-, el Almuerzo de Velazquez, o dos pinturas de la colección de Rembrandt de la numerosa tanda que expone el Hermitage. Entre las esculturas destaca la creación de Antonio Canova, la Magdalena penitente, una de sus obras maestras en mármol.

La muestra no deja de lado las obras de genios del impresionismo y el post-impresionismo, como Monet, Cezanne, Renoir, Gauguin o Matisse, este último con dos pinturas, Juego de bolas y la célebre Conversación.

De Picasso se muestran tres cuadros, entre ellos Mujer sentada y Bebedora de absenta. Completan la espléndida selección, dos iconos de la vanguardia abstracta rusa: la Composición VI de Kandindky y el misterioso Cuadrado negro de Malevich.

http://www.museodelprado.es/exposiciones/info/en-el-museo/tesoros-del-hermitage/

Y para seguir la cobertura completa de la noticia en todos los medios podéis consultar el siguiente enlace:

http://news.google.es/news/more?ds=n&pq=el+hermitage+en+el+prado+&hl=es&sugexp=ppwl&cp=36&gs_id=3&xhr=t&q=el+hermitage+en+el+prado&gs_upl=&bav=on.2,or.r_gc.r_pw.,cf.osb&biw=1440&bih=771&wrapid=tljp132074928101020&um=1&ie=UTF-8&ncl=dQpEbTEy5OFAtNM2r40o0JTAVStGM&ei=3gi5TrPAO87V8QPMraTGBw&sa=X&oi=news_result&ct=more-results&resnum=1&sqi=2&ved=0CCsQqgIwAA

Napoléon franchissant les Alpes

Napoleón cruzando los Alpes, 1800

 Jacques-Louis David  

 Óleo sobre lienzo, 272 x 232 cm

Primera versión de Versalles

     

   Este magnífico retrato ecuestre  de Napoleón pertenece a una serie de cinco lienzos que realizó Jacques-Louis David por encargo del rey Carlos IV de España y mediación del embajador  francés, Charles-Jean-Marie: el del Palacio de Charlottenburgo, la Primera y Segunda versión de Versalles, la de Belvedere y la versión de la Malmaison.  La principal diferencia, y que más los distinguen, son los diferentes caballos que sirvieron de modelo: la yegua «la Belle» que está representada en la versión de Charlottenburgo, y el famoso gris “Marengo” que aparece en los de Versalles y Viena. Enumeraremos algunos más como, por ejemplo, que en el óleo de la Malmaison somos observados por un rostro juvenil mientras que en los lienzos de Charlottenburgo y la Segunda versión de Versalles el Primer Cónsul aparece con rasgos más maduros y severos; igualmente, reparar en que unos lienzos aparecen firmados y fechados y otros no, e incluso la primera versión de Versalles no registra firma. Otros detalles que los distinguen son que el color y tonos de la capa que envuelve al jinete van desde los anaranjados a los rojizos; diferentes arreos en los caballos, pudiendo aparecer o no la martingala; mayor o menor profusión en los bordados del uniforme que viste Napoleón, estilos del bicornio. En la misma línea, mencionar que los paisajes, para los que sirvió de modelo los Grabados de Voyage pittoresque de la Suisse, son unos más oscuros, como sucede en la Primera versión de Versalles, y otros más luminosos.

   El planteamiento compositivo está perfectamente estudiado como instrumento de propaganda iconográfica política y del mismo Bonaparte. Aparece montado sobre un brioso corcel con el uniforme de General en Jefe, luciendo un bicornio con ribetes de oro, y armado con un sable de estilo mameluco. Está envuelto en los pliegues de una gran capa que ondea al viento y resalta su figura. Su cabeza está girada hacia el espectador, y hace un gesto con su mano derecha hacia algo que está delante suyo,  el gesto no deja duda de la voluntad del comandante de conseguir su objetivo, no indica la cumbre, sino más bien muestra al observador la inevitabilidad de la victoria y al mismo tiempo ordena a sus soldados que le sigan, la mano desnuda puede indicar que Napoleón deseaba aparecer como un pacificador más que como un conquistador. La mano izquierda sujeta las riendas de su caballo de combate que se encabrita y alza sobre sus patas mientras el viento le sacude la cola y las crines, el mismo viento que infla la capa. En el fondo una línea de soldados intercalados con la artillería avanzan a través del desfiladero. Nubes oscuras cuelgan sobre la imagen y en frente de Bonaparte las montañas se alzan bruscamente. En el mismo primer plano que ocupa la figura del General, sobre las rocas, está grabado: BONAPARTE, ANNIBAL y KAROLVS MAGNVS IMP. Sobre el peto del caballo, está datada y firmada la pintura. El esquema pone de manifiesto la estructura compositiva que se encuentra basada en formas geométricas simples. El sujeto principal encaja en un círculo delimitado por la cola del caballo y el borde de la capa. El pomo de la espada está en el centro de este círculo. Napoleón y su caballo describen la forma de una Z, dotando de dinamismo a la escena, y las diagonales de las montañas y las nubes se oponen entre sí, reforzando la impresión de movimiento. A pesar de los aspectos dinámicos de la composición, la escena aparece estática, debido principalmente a la iluminación con la que David resaltó al protagonista.

   En estos retrato David reveló su habilidad en el género del retrato ecuestre, sorprendiendo la monumentalidad del conjunto, las dimensiones del caballo y jinete, que ocupan prácticamente todo el lienzo. Pero sorprende también  el reducido espacio en el que se apoyan las patas del caballo, el breve pero profundo trecho de “escenario” que tiene como fondo las cumbres alpinas de paredes ilusorias que, con sus tonos blanquecinos y restos de neveros, resaltan el volumen del protagonista. Esta pintura demuestra las posibilidades de que disponía el artista para continuar la tradición colorista de Rubens, trayéndonos ineludiblemente a la memoria aquel caballo que pintase el artistas flamenco en la “Caza del Tigre” de 1616. Esta iconografía no es novedosa, los retratos ecuestres de generales, príncipes, reyes y emperadores se remontan al Renacimiento italiano, y se inspiran en las esculturas de la Roma imperial, especialmente en la del emperador Marco Aurelio. Durante los siglos del absolutismo tendrán singular éxito los retratos regios sobre caballos en posición de corveta. El lienzo de David supone una revisión de esta iconografía, a la que se añade ahora la dimensión heroica del modelo.

   Napoleón quiso, con este retrato, conmemorar el triunfo de las tropas imperiales de 1800 en Marengo, batalla que se libró contra el Imperio Austríaco por el dominio del suelo italiano. David ilustra e interpreta este episodio histórico identificándolo con la imagen heroica de Napoleón. El momento que capta es el paso del ejército francés a través del desfiladero alpino de San Bernardo, guiado por un victorioso Napoleón a lomos de un brioso corcel árabe, que representa la revolución, mientras él como sereno jinete, personifica la paz. El futuro Emperador de Francia quiso mitificarse al modo de los antiguos héroes clásicos, tales como Carlo Magno que cruzó el mismo desfiladero en 773 persiguiendo a los lombardos o Aníbal en 218 a.C. en su avance hacia las puertas de la mismísima Roma. Ambos nombres, escritos debajo del de «Bonaparte» en una roca del ángulo inferior izquierdo de la composición, refuerzan el simbolismo propagandístico diseñado por la maquinaria imperial. Se sabe que Napoleón cruzó este desfiladero en burro en vez de uno de sus caballos de batalla, tal como se hizo retratar, pero la gran mentira histórica reside en el mismo acontecimiento bélico de Marengo donde Napoleón fue tomado por sorpresa, algo totalmente único e inesperado, y porque fue salvado de la derrota por la oportuna llegada del general Desaix al comienzo de la tarde. Se cuenta que al llegar vio a Napoleón organizando la retirada, y tras ver la situación dijo:” Esta batalla está perdida, pero aún hay tiempo para ganar otra” y se lanzó al contraataque al frente de sus tropas. Desaix fue el verdadero vencedor de Marengo pero su muerte durante el combate le sirvió a Napoleón para manipular la gloria del general y acallar su desastre, atribuyéndose el éxito personal de la batalla. Éste es el punto en que el arte funcionaba como un instrumento de la política, alterando una realidad. De este modo, la misión de persuadir al espectador de su triunfo funcionaba, creándose una verdad conveniente para Napoleón en su camino hacia el poder unipersonal, la hegemonía francesa y la expansión del ideal revolucionario por toda Europa. Se buscaba mediante la imagen promover un ideal político, para lograr así, una hegemonía del poder.

   David creó, gracias a Napoleón, un género nuevo de imagen heroica para la que Bonaparte posaba de mala gana y poco, dándole, a su manera una lección de estilo: “La semejanza no la da la exactitud de los rasgos o un granito en la nariz. Lo que hay que pintar es el carácter de la fisonomía, lo que la anima… Nadie se pregunta si los retratos de los grandes hombres se parecen. Basta que en ellos se encuentre su genio”. Así vio David a Bonaparte, como el embajador de la Revolución, seducido y fascinado por quien consideraba su héroe, se convirtió en su pintor oficial, remitiéndonos con sus retratos y pinturas
conmemorativas a la era o mito napoleónico. Desde los preámbulos a La Coronación y a la derrota. Y, aunque muchas de estas telas sean pamphlets propagandísticos, no podemos ignorar la importancia no sólo artística sino documental e histórica que comportan.

El Cumpleaños, 1915.

Marc  Chagall

Oleo sobre tela, 81×98 cm.

Nueva York, Museum of Modern Art, Lillie P. Bliss Fund

   En esta composición, ocupando  el eje central del cuadro, creando una especie de remolino y dividiéndolo en dos partes iguales, aparecen representados dos personajes, uno masculino a la derecha, Chagall, autor del cuadro, y a la izquierda otro femenino, Bella, esposa del artista. Se trata de una escena de amor, con Marc envolviendo en su vuelo a la joven Bella, a la que se acerca y murmura algo al oído. Acaba de recibir de su joven amante un ramo de flores, él se lo ha regalado por su cumpleaños.

   Pocos objetos llenan la estancia aunque encontramos infinidad de detalles que hacen que la vista vaya y venga del cuadro continuamente. Sobre la mesa roja y con tapete azul, el bolsito de Bella, un plato y un vaso,  y el pastel listo para ser cortado. No tiene velas, obedeciendo este detalle  a la falta de tradición en Vitebsk, pueblo ruso natal de la pareja, de no ponerlas en las tartas de cumpleaños.   Dos mantones de Bella colgados por la pared, salpicados de motivos geométricos y pequeñas flores. Observamos también parte de un cuadro, una mesa baja cubierta por un alargado tapete rameado y una pequeña banqueta circular tapizada en negro.

   Detrás de la mesa se abre una ventana, adornada con una pequeña cortina, desde la que se ve una calle del pueblo con una iglesia, la parte derecha tiene una apertura para poder airear la habitación. En la otra ventana, la que podemos observar sobre el mantón izquierdo, vemos una escalera de emergencia. Cada una de las aberturas al exterior muestran diferentes momentos de luz, en la que hay sobre la mesa es casi de noche, mientras que la otra nos ciega con su luz, pero esto no importa a Chagall, es su forma de expresar cómo el tiempo, en este instante de felicidad, no existe ni tan siquiera lo ven pasar. Obedece también a un deseo de representar el mundo en movimiento, al que no quiere inmovilizar con su pintura.

   El cumpleaños de Chagall es una obra  poética y llena de símbolos, en la que destaca su profundo conocimiento expresivo del color, denso y con fuerza, como un aura mágica. El color  organiza las ideas, formas y ,en definitiva, el mensaje del cuadro.  No atiende a estilo alguno, son utilizados según su propio interés. Es por su contenido, näif y surrealista; por la elección de los signos, simbolista; por la técnica de ejecución, expresionista.  Desordena, modifica la realidad, dispersándola en todas direcciones. Para expresar su amor y cariño, pinta besos, abrazos y ramos de flores. Para expresar lo que es alegre y lo que llega de repente, pinta sus figuras volando. Para expresar sus pensamientos, organiza una serie de formas y figuras que surgen desde cualquier sitio.

   Chagall evidentemente es un pintor de estados de ánimo. Aquí nos trae uno de los grandes temas de la vida, el amor, pintado desde lo cotidiano, sintetizando en formas y colores la incontenible felicidad de la pareja, un mundo que parece iluminarse con su amor. Se trata, en definitiva, de un brindis a lo que se dice cuando se es feliz: “creo enloquecer”, “me parece estar volando”, “estar en el cielo”…

   A propósito de esta pintura, recuerda Bella: “Tú te arrojas sobre la tela, que tiembla entre tus manos, coges el pincel, aplastas los tubos de pintura (…) de pronto me alzas del suelo (…) tú saltas hacia arriba, te extiendes en toda tu longitud y vuelas hacia el techo (…) Te acercas a mi oído y me murmuras algo (…) Las paredes, adornadas con mis chales variopintos, ondean a nuestro alrededor y hacen que la cabeza nos dé vueltas”.

 

Las bañistas. 1918. Óleo sobre lienzo. 26.3 x 21.7 cm. Musée Picasso. París (Francia)

   En este pequeño óleo, lo primero que capta toda la atención del espectador son las extrañas proporciones de las tres figuras femeninas de la composición, estilizadas y colosales, escultóricas y de poses audaces. Nos encontramos ante “Las Bañistas”, donde Picasso nos presenta dos figuras femeninas en traje de baño sobre la arena de la playa, mientras otra, un poco más allá, ondea su pelo al viento. La primera de ellas, con bañador color malva, se nos muestra de espalda, con la cabeza girada a la derecha sobre un potente cuello y medio perfil, a la izquierda de la vertical dorsal, con sus dos manos se escurre el resto del agua que permanece en el cabello tras el baño, la pierna derecha descansa sobre la arena mientras que la izquierda, flexionada, soporta el peso y equilibrio del cuerpo. La siguiente figura, con traje de baño carmesí, yace descuidada en una diagonal cuyos extremos lo componen su brazo izquierdo, en una flexión imposible, y la pierna derecha extendida completamente, la joven está adormecida sobre una pequeña elevación que se insinúa sobre la arena, una toalla que sujeta con su mano derecha protege el redondeado rostro del sol, su pierna izquierda doblada en ángulo recto descansa sobre la blanca arena de la costa. El centro de este trío femenino, y que reclama mayor atención, tanto por parte del autor como del espectador, es, sin duda alguna, la muchacha que en despreocupado ademán e imposible torsión corporal, con bañador verde agua rayado en blanco, introduce los dedos de ambas manos entre los mechones de su larga cabellera negra en ademán de sacudirla al aire, bien para secarla o bien para eliminar el resto de arena del mismo, el brazo izquierdo enmarca un rostro que se  gira en riguroso perfil y absoluta desproporción hacia el sol del luminoso día. Hacer notar que los rostros de las bañistas van ganando en detalles y expresividad conforme avanza la composición de derecha a izquierda.

   Un paisaje marino rebosante de aire y luz, dominado al fondo por el faro de Biarritz, es la excusa utilizada por Picasso para enmarcar a “Las Bañistas”. El renovado interés  del pintor malagueño en esta época por los dibujos realistas a menudo lo llevó a copiar fotos y postales que encontraba o le enviaban algunos amigos, como es el caso de esta instantánea que capta la línea de costa del Cabo deMiguel, con el faro al fondo. En el paisaje aquí pintado domina la línea recta, dividiendo el cuadro en tres franjas horizontales. La que cubre la zona superior del pequeño cuadro está dominada a la derecha por el escollo del Cabo con el faro sobre su punta y unas nubes blanquecinas que quedan patentes tras la silueta vertical del mismo, otras tantas aparecen difuminadas ocupando el resto de un cielo brillante y pleno de luz y color. En la franja intermedia, un velero con vela triangular completamente blanca y desplegada es mecido por un apacible brisa marina, a su derecha se adivinan dos escollos rocosos donde van a romper las olas y la izquierda de esta zona, repleta de agua marina, es irrumpida bruscamente por un roca oscura de la arena de la playa que contrasta fuertemente entre ésta y el verde de la inmensidad del horizonte marino. Por último, la franja horizontal inferior es ocupada por las bañistas sobre la arena de la playa. La joven que se nos muestra de pie participa de estas tres franjas espaciales y le sirve a Picasso como elemento divisorio vertical del contenido figurativo del óleo, el paisaje marino y las otras dos figuras, de modo que este conjunto llena casi completamente la zona derecha del cuadro, dejando prácticamente vacía su izquierda.

   Picasso pintó “Las bañistas”en 1918 durante su estancia en Biarritz donde se encontraba de luna de miel con Olga Koklova, bailarina rusa del ballet de Diaguilev. El Picasso de Biarritz está enamorado y sereno, pleno de vigor y creatividad, queda fiel reflejo en sus telas y plasma en ellas la intensidad de sus emociones. Las pinturas de Picasso nos transmiten todo lo que sentía y vivía, sobre todo, en lo referente al amor. Éste  va a constituirse en el hito que va a delimitar un estilo y el siguiente: cada vez que el genial artista se enamora, cambia su estilo pictórico.

   En esta obra se observa un estudio del movimiento que representó para Picasso un deseo de reanudar, tras la Primera Guerra Mundial y como consecuencia de su estancia en Italia en 1917, el dialogo con el mundo clásico. Poco importa que rechace un ideal prefabricado de belleza. Lo importante es que se interesa de nuevo por el uso de formas escultóricas e imágenes que reflejan grandiosidad y figuras robustas, pesadas. Aquí creó bañistas infladas e informes, donde no existe corrección anatómica sino pura deformación por un fin estético, con cabezas muy pequeñas y grandes cuerpos, así como en actitudes corporales imposibles de realizar. Picasso ablanda los huesos para que los miembros de las figuras obtengan un aspecto sinuoso, alarga los cuellos, los brazos, verdaderos protagonistas de la escena, captan el momento vital de cada una de ellas  y   unos pies diminutos, apenas dibujados, rematan unas rotundas piernas. En este sentido, Picasso declaraba haber aprendido de Ingres el modo de descomponer y recomponer a su gusto el cuerpo humano (este tratamiento heterodoxo del cuerpo fue algo que jamás comprendió la crítica del siglo XIX, que tachó a Ingres de pintor excéntrico. Véase como ejemplo “El baño turco”, “La bañista de Valpinçon” o “La Gran Odalisca”).

   “Las bañistas” de Biarritz de Picasso inspiraron e influyeron en la visión del estudio Durbach Block, arquitectos australianos, para idear una casa en la costa de Sydney al considerar la obra del pintor malagueño como una visión pictórica de los espacios y como alternativa para ofrecer una interpretación de la arquitectura orgánica. Hollman House está situada al borde de un acantilado a 70 metros de altura acompañando el paisaje recortado a partir de una disposición arquitectónica que se acopla al paisaje.  En lo recortado del paisaje emerge la edificación, con una serie de espacios vivos que se debaten entre los salientes y los entrantes sobre el mar en comunión con el sol y la costa.